El fin de un mito (Darwin)

 

El fin de un mito

la teoría que Darwin propuso, según vimos, constaba de tres premisas y una conclusión. La primera se refería a «la variación existente en los seres vivos». Cada individuo, fuera de la especie que fuera, presentaba unas variaciones propias que lo distinguían del resto de sus congéneres. Hoy diríamos que la estructura genética de cada organismo es individual y distinta a la de los demás. Precisamente estas diferencias individuales eran las que utilizaban los agricultores y ganaderos para formar razas o variedades concretas que eran diferentes al tipo original.

La segunda premisa darwinista afirmaba que «todas las especies eran capaces de engendrar más descendientes de los que el medio podía sustentar». No todas las crías llegaban a adultas. Muchas eran devoradas por los depredadores o eliminadas por la escasez de alimento. Darwin halló un mecanismo natural que actuaba entre la ilimitada fecundidad de los seres vivos y los limitados recursos disponibles para alimentarlos. Tal mecanismo debía actuar eliminando la mayoría de las variaciones y conservando solo aquellas de los individuos que sobrevivían y lograban reproducirse.

Esto le llevó a formular su tercera premisa: el misterioso mecanismo era lo que Darwin llamó la «selección natural». Las diferencias entre los individuos unidas a las presiones del ambiente provocaban que unos sobrevivieran lo suficiente como para dejar descendientes, mientras que otros desaparecieran prematuramente sin haber tenido hijos. En este proceso siempre perdurarían los más aptos, no por ser superiores, sino por estar mejor adaptados a su ambiente. Cuando las condiciones de este cambiaran, entonces serían otros con diferentes características los herederos del futuro. Por tanto, la conclusión a la que llegó Darwin era que la selección natural constituía la causa que originaba nuevas especies.

El cambio evolutivo que provocaba la aparición de nuevos organismos debía ser lento y gradual, ya que dependía de las transformaciones geológicas ocurridas a lo largo de millones de años. Unas especies se extinguían mientras otras surgían de manera incesante. Como se ha señalado antes, en aquella época no se conocían los mecanismos de la herencia. Solo después de más de cincuenta años de investigación se pudo disponer de una teoría satisfactoria sobre la herencia y conocer la existencia de las mutaciones en los genes. En su tiempo, y con sus limitados conocimientos, Darwin estaba consciente de que a la teoría de la evolución le faltaba algo importante, e intentó explicar los fenómenos hereditarios mediante unas hipotéticas partículas que procedían de los distintos tejidos del organismo y eran transportadas a través de la sangre hasta los órganos reproductores o allí donde fueran necesarias, era la teoría de la pangénesis, que Darwin presentó hacia el final de sus días, y que resultó ser un planteamiento totalmente equivocado. Hoy se sabe que la teoría de la pangénesis no era cierta, pero el mérito de Darwin, según sus más fervientes seguidores, los neodarwinistas, consistió en aferrarse a la selección natural y rechazar los principios del lamarkismo.

 

 

Nace un segundo mito: el darwinismo social

No todos los pensadores y hombres de ciencia de la época estuvieron de acuerdo con las ideas de Darwin, sino que más bien estas dividieron a la intelectualidad. No solo se le opusieron la mayoría de los líderes religiosos sino también prestigiosos hombres de ciencia, como el zoólogo Phillip Gosse, que se mantuvo siempre en el creacionismo; el profesor de geología Adam Sedgwick, quien le censuró por haber abandonado el método científico de la inducción baconiana; el prestigioso paleontólogo y especialista en anatomía comparada Richard Owen, que era discípulo del gran científico francés Georges Cuvier, padre de esas mismas materias y enemigo declarado del transformismo. También en Estados Unidos se levantaron voces contra la teoría de la evolución, como la del naturalista de origen suizo Louis Agassiz, que poseía una gran reputación como zoólogo y geólogo.

Sin embargo, de la misma manera hubo científicos y teólogos relevantes que asumieron el evolucionismo, contribuyendo a su difusión por medio de escritos o a través de sus clases en la universidad. Cabe mencionar aquí al zoólogo Thomas Huxley, al botánico Joseph Hooker y al geólogo Charles Lyell, todos ellos ingleses. Pero también a sociólogos como el ya mencionado Herbert Spencer o teólogos como Charles Kingsley, que era novelista y clérigo de la Broad Church. En Alemania, el biólogo Ernst H. Haeckel, profesor de zoología en la Universidad de Jena, se puso también a favor de las ideas de Darwin. Y así progresivamente la teoría de la selección natural se fue difundiendo en todos los países occidentales.

Karl Marx vivía en Londres durante el momento de máxima efervescencia transformista, lo que ha llevado a especular mucho sobre la influencia de la teoría darwiniana de la evolución en su pensamiento. Al parecer Marx sintió siempre una gran admiración por Darwin, hasta el punto de querer dedicarle la traducción inglesa de su obra El Capital. Parece que Darwin, sin embargo, se negó amablemente a tal distinción. Marx se refirió, en varias notas de dicho libro a la opinión de Darwin acerca de ciertos órganos de animales y plantas capaces de poseer diferentes funciones, con el fin de ilustrar su idea de que el rendimiento del trabajo no solo dependía de la habilidad del obrero, sino también de la perfección de las herramientas que este utilizaba (Marx, 1999b:1, 276, 303). El transformismo de Darwin estuvo siempre presente en la ideología marxista. También en Rusia el padre del evolucionismo fue considerado como un héroe nacional, e incluso se construyó en Moscú el famoso Museo Darwin y, en 1959, se acuñó una medalla especial para conmemorar el centenario de la publicación de El origen de las especies.

Es lógico que, en un país institucionalmente ateo, quien hiciera innecesaria con su obra la creencia en un Dios Creador fuera tratado como un superhombre. Ahora ya se disponía de un argumento «científico» que apoyaba la idea de que la materia eterna, por si sola, se había transformado dando lugar al universo, la tierra y todos los seres vivos, sin necesidad de apelar a ninguna causa sobrenatural.

Las teorías de Darwin tuvieron, en sus primeros momentos, más influencia en el terreno ideológico que en el puramente científico. Apareció así el llamado «darwinismo social»: el intento de aplicación de los aspectos más crueles de la teoría darwinista a la sociedad humana. Los conceptos de «lucha por la existencia» y de «supervivencia de los mejores» fueron empleados por Herbert Spencer en sus First Principles (1862) para decir que el conflicto social y la guerra habían desempeñado un papel positivo en la evolución de las sociedades. El sufrimiento de los pueblos, la lucha armada y el derramamiento de sangre inocente habrían sido fundamentales para el establecimiento de los mayores y más complejos sistemas sociales, sobre todo en los primeros tiempos del desarrollo de la humanidad. Por tanto, según el darwinismo social, el éxito de las sociedades se debería a la supervivencia de los más fuertes. Y tal supervivencia estaría siempre moralmente justificada, independientemente de los medios que se usaran para lograrla.

No hace falta discurrir mucho para darse cuenta de que con este tipo de creencias era posible justificar el racismo, ya que se establecían categorías entre los grupos humanos. Igualmente de estas ideas derivaron otras muchas que influyeron fomentando la guerra, la eugenesia y hasta la ideología nacionalsocialista de individuos como Hitler. La historia se ha encargado de demostrar, por medio de las atrocidades que se produjeron, lo equivocados que estaban quienes creyeron en el darwinismo social.

La concepción de las sociedades humanas adquirió una dimensión completamente diferente desde el momento en que las ciencias sociales asumieron el evolucionismo. Si el hombre descendía de los primates, ¿cómo había podido liberarse de la animalidad, socializarse y llegar a crear una verdadera cultura? Los modelos propuestos hasta el siglo XVIII se tornaron obsoletos y empezaron a buscarse otros nuevos. Los historiadores comenzaron a investigar cuál pudo ser la influencia del entorno sobre los hombres primitivos. Los estudiosos se volcaron en el conocimiento de las costumbres de los diferentes pueblos o grupos étnicos actuales, asumiendo que la etnología proporcionaría el banco de pruebas necesario para descubrir cómo se habría producido la hipotética transición del animal al ser humano. El estudio de la prehistoria comenzó a desarrollarse. Las excavaciones arqueológicas solo aportaban pruebas de los utensilios y las técnicas empleadas por el hombre de la antigüedad. Se establecieron así, sin demasiadas discusiones, las diferencias entre el paleolítico, el neolítico y la edad de los metales.

Sin embargo, con las cuestiones etnológicas las cosas no resultaron tan sencillas. ¿Cómo se habían originado las primeras sociedades humanas? ¿Qué habría motivado la aparición de la cultura? ¿Cuándo surgió la solidaridad territorial? ¿Cuál fue el origen de la familia? ¿Se debería creer que al principio fue el patriarcado, el matriarcado o la promiscuidad sexual? Todas estas cuestiones alimentaron la polémica entre antropólogos y sociólogos durante la mayor parte del siglo XIX. Finalmente, se empezaron a matizar todas las interpretaciones y a reconocer la existencia de una gran variedad de culturas que eran originales y diferentes entre sí. Por tanto, no resultaba posible establecer unas leyes comunes o una única explicación que diera cuenta de todos los hechos. Quienes realizaban trabajos de campo y estudiaban los documentos de primera mano se dieron cuenta de que el evolucionismo no era capaz de interpretarlo todo.

 

 

La caja negra de Darwin

No obstante, el darwinismo se ha venido aceptando como verdad científica durante mucho tiempo. Tanto en el ámbito de la ciencia y las humanidades como en el popular, generalmente se ha supuesto que el tema de los orígenes había quedado explicado satisfactoriamente gracias a los planteamientos de Darwin. La selección natural, actuando sobre las variaciones y las mutaciones de los individuos, sería capaz de disolver el enigma de la aparición de la vida y de todas las especies que habitan la tierra.

Esto es lo que se sigue enseñando en la inmensa mayoría de los centros docentes de todo el mundo. Salvo en aquellas pocas escuelas o universidades americanas que incluyen también el creacionismo como alternativa en los programas de sus alumnos. De manera que la mayor parte de los jóvenes estudiantes aprenden hoy a observar el mundo a través del filtro darwinista aunque, de hecho, nadie sea capaz de explicarles cómo pudo la evolución crear los complejos mecanismos y sistemas bioquímicos descritos en sus libros de texto. Porque lo cierto es que comprender cómo funciona algo no es lo mismo que saber cómo llegó a existir.

Cuando Darwin publicó su famosa teoría no se conocía cuál era el motivo por el cual se producían variaciones dentro de una misma especie. No se sabía por qué era posible producir diferentes razas de perros, palomas o guisantes con características diversas, a partir de individuos que carecían de tales rasgos externos. Pero hoy se conocen bien los procesos bioquímicos y genéticos que operan en tales cambios. Por tanto, la cuestión es, ¿resulta posible que las complejas cadenas metabólicas descubiertas por la moderna bioquímica, que se dan en el interior de las células y son capaces de provocar los mecanismos de la herencia, se hubieran podido formar por selección natural, tal como propone el darwinismo? ¿Pueden los dispositivos genéticos que operan en la selección artificial de razas y variedades explicar también la selección natural propuesta por el darwinismo?

En la época de Darwin la célula era un misterio, una especie de «caja negra», según afirma el profesor de bioquímica Michael J. Behe en su espléndido libro que titula precisamente así: La caja negra de Darwin (Behe, 1999: 27). Pero en la actualidad, la célula ha dejado de ser un saquito sin apenas nada en su interior para convertirse en una especie de factoría repleta de orgánulos altamente complejos que interactúan entre sí, realizando funciones elegantes y precisas. Resulta que la base de la vida no era tan sencilla como se esperaba. La ciencia que estudia las células ha descubierto que cualquier función de los seres vivos, como la visión, el movimiento celular o la coagulación de la sangre, es tan sofisticada como una computadora o una cámara de video. La alta complejidad de la química de la vida frustra cualquier intento científico que pretenda explicar su origen  a partir del azar, la casualidad o la selección natural. Esto se ha empezado a decir ya en voz alta en el mundo de la ciencia.

Behe, el mencionado investigador de la Universidad Lehigh en Pensilvania, lo expresa así: «Ahora que hemos abierto la caja negra de la visión, ya no basta con que una explicación evolucionista de esa facultad tenga en cuenta la estructura anatómica del ojo, como hizo Darwin en el siglo diecinueve (y como hacen hoy los divulgadores de la evolución). Cada uno de los pasos y estructuras anatómicos que Darwin consideraba tan simples implican procesos bioquímicos abrumadoramente complejos que no se pueden eludir con retórica. Los metafóricos saltos darwinianos de elevación en elevación ahora se revelan, en muchos casos, como saltos enormes entre máquinas cuidadosamente diseñadas, distancias que necesitarían un helicóptero para recorrerlas en un viaje. La bioquímica presenta pues a Darwin un reto liliputiense» (Behe, 1999: 41).

El origen de la complejidad de la vida apunta hoy más que nunca, puesto que ya se conoce el funcionamiento de los más íntimos mecanismos biológicos, hacia la creación de la misma por parte de un ente dotado de inteligencia. Descartar la posibilidad de un diseño inteligente es como cerrar los ojos a la intrincada realidad de los seres vivos. Después de un siglo de investigación científica algunos hombres de ciencia se han empezado a dar cuenta de que no se ha progresado apenas nada por la vía darwinista. El evolucionista español Faustino Cordón reconocía que «curiosamente, Darwin, que da un nuevo sentido a la biología, a los cien años de su muerte parece que ha impulsado poco esta ciencia … ¿A qué se debe esta infecundidad hasta hoy de Darwin y, en cambio, la enorme capacidad incitadora de Mendel, y qué puede suceder en el futuro?» (Huxley & Kettlewel, 1984: 13).

Los problemas que el padre de la teoría de la evolución planteó en su tiempo continúan actualmente sin resolver. Hoy la ciencia sigue sin saber cuál podría ser el mecanismo evolutivo capaz de producir la diversidad del mundo natural. Sería lógico suponer que, ante esta enorme laguna de conocimiento, se publicaran continuamente trabajos sobre biología evolutiva y se diseñaran experimentos para descubrir cómo funciona la evolución. Sin embargo, cuando se analiza la bibliografía al respecto, esta brilla por su ausencia. Casi nadie escribe artículos sobre el darwinismo o sobre la influencia de las ideas de Darwin en la biología actual.

El profesor honorario de la Universidad de la Sorbona, Rémy Chauvin, dice: «¿Qué piensan muchos biólogos de Darwin? Nada. Hablamos muy poco de este tema porque no nos resulta necesario. Es posible estudiar la fisiología animal o vegetal sin que jamás venga al caso Darwin. E incluso en el campo de la ecología, el gran bastión darwinista, existen miles de mecanismos reguladores de la población que pueden ser analizados empíricamente sin necesidad de recurrir a Darwin» (Chauvin, 2000: 38).

Es como si el darwinismo hubiera paralizado la investigación acerca del origen de los seres vivos o sus posibles cambios y, a la vez, resultara irrelevante para las demás disciplinas de la biología. Como si se tratara de una pseudociencia incapaz de generar resultados susceptibles de verificación o refutación. No obstante, a pesar de la esterilidad de esta teoría, resulta curioso comprobar el grado de fanatismo existente en ciertos sectores del mundo científico contemporáneo. Cuando en alguna conferencia para especialistas sale a relucir el tema del darwinismo, es posible pasar de los argumentos a los insultos con la velocidad del rayo. Las pasiones se encienden y las descalificaciones aparecen pronto. Una de tales reuniones científicas fue la que motivó precisamente, según confiesa el prestigioso biólogo Rémy Chauvin, la creación de su obra de reciente aparición: Darwinismo, el fin de un mito, cuyo título es suficientemente significativo.

 

 

Debate entre evolución y creación

Cuando desde ambientes evolucionistas se hacen alusiones a los partidarios de la creación, generalmente se les acusa de fundamentalismo fanático y anticientífico, ya que si Dios creó de manera inmediata o mediante procesos especiales que actualmente no se dan en la naturaleza, entonces quedaría automáticamente cerrada la puerta a cualquier posible investigación científica del origen de la vida. El creacionismo sería, por tanto, religión, no ciencia.

Sin embargo, la misma crítica puede hacerse al darwinismo.

¿No es este también una forma de religiosidad atea y materialista? En realidad, tampoco se trata de una teoría científica sino metafísica, como señaló acertadamente el filósofo Karl Popper (1977: 230).

La selección natural, que es el corazón del darwinismo, pretende explicar casi todo lo que ocurre en la naturaleza, pero lo cierto es que solo explica unas pocas cosas. Ni la adaptación de los organismos al entorno ni la pretendida selección natural de los mismos son acontecimientos que puedan ser medidos objetivamente, como más adelante se verá. Por tanto, no es posible verificar o desmentir las predicciones del evolucionismo mediante el método científico. Pero para que una teoría pueda ser considerada como científica tiene que ser susceptible de verificación, y el darwinismo no lo es. ¿Qué es entonces? Pues un mito naturalista y transformista que se opone frontalmente a la creencia en un Dios Creador inteligente que intervino activamente en el universo. Aunque se presente como ciencia y se le intente arropar con datos y cifras, en realidad es la antigua filosofía del naturalismo.

Como bien señala Charles Colson: «La batalla real se libra entre visión del mundo y visión del mundo, entre religión y religión. De un lado está la visión naturalista del mundo, declarando que el universo es el producto de fuerzas ciegas y sin fin determinado. Del otro lado está la visión cristiana del mundo, diciéndonos que fuimos creados por un Dios trascendente que nos ama y tiene un propósito para nosotros» (Colson, 1999: 60). La oposición entre darwinistas y antidarwinistas es en el fondo de carácter teológico. Hay que ser sinceros y reconocer que detrás de unos y otros se esconde una ideología de naturaleza religiosa. Es el viejo enfrentamiento entre la incredulidad y la fe  en  Dios, entre el materialismo y el espiritualismo. De ahí que los debates se vuelvan en ocasiones tan agrios, porque despiertan sentimientos y creencias muy arraigadas.

Esto se comprueba, por ejemplo, en las actitudes de personajes como el biólogo evolucionista Richard Dawkins, uno de los defensores de la sociobiología, quien pregunta siempre a aquellos que desean hablar con él acerca de la evolución: «¿Cree usted en Dios?» Si se le responde con una afirmación, da la espalda a su interlocutor y se marcha de forma grosera. En una entrevista realizada para el periódico La Vanguardia en Barcelona (España), al ser interrogado sobre el tema de la religión dijo: «Estoy en contra de la religión porque nos enseña a estar satisfechos con no entender el mundo.» Y acerca de la fe pensaba que «es la gran excusa para evadir la necesidad de pensar y juzgar las pruebas» (27.02.00).

 

 

Las especies cambian, pero no tanto.

Después de más de un siglo de estudios de campo y de investigaciones ecológicas son muchos los científicos que han llegado a la determinación de que ni la adaptación de las especies al medio ambiente, ni la selección natural, pueden ser medidas de forma satisfactoria, tal como requiere el darwinismo. En este sentido el Dr. Richard E. Laekey admite: «Tanto la adaptación como la selección natural, aunque intuitivamente son fáciles de entender, con frecuencia resultan difíciles de estudiar rigurosamente: su investigación supone no solo relaciones ecológicas muy complicadas, sino también las matemáticas avanzadas de la genética de poblaciones. Los críticos de la selección natural pueden estar en lo cierto al poner en duda su universalidad, pero todavía se desconoce el significado de otros mecanismos, como las mutaciones neutras y la deriva genética» (Darwin, 1994: 49).

A pesar de la gran cantidad de datos que se posee en la actualidad acerca del funcionamiento de los ecosistemas naturales, lo cierto es que el mecanismo de la evolución continúa todavía sumido en la más misteriosa oscuridad. Los ejemplos a los que habitualmente se recurre para ilustrar la selección natural se basan siempre en suposiciones no demostradas o en la confusión entre dos conceptos muy diferentes, el de microevolución y el de macroevolución.

¿Qué es la microevolución? Es verdad que mediante selección artificial los ganaderos han obtenido ovejas con más lana, gallinas que ponen más huevos o caballos bastante más veloces, pero en toda esta manipulación conviene tener en cuenta dos cosas. La primera es que se ha llevado a cabo mediante cruces realizados por criadores inteligentes, y no por el azar o el capricho de la naturaleza. Tanto los agricultores como los ganaderos han usado sus conocimientos previos con una finalidad determinada. Han escogido individuos con ciertas mutaciones o han mezclado otros para conseguir aquello que respondía a sus intereses.

Sin embargo, nada de esto se da en una naturaleza sin propósito. Cuando las razas domesticadas por el hombre se abandonan y pasan al estado silvestre, pronto se pierden sus características adquiridas y revierten al tipo original. La selección natural se manifiesta más bien, en esos casos, como una tendencia conservadora que elimina las modificaciones realizadas por el hombre. Por tanto, la analogía hecha por Darwin entre la selección artificial practicada por el ser humano durante siglos y la selección natural resulta infundada.

La segunda cuestión a tener en cuenta es que la selección artificial no ha producido jamás una nueva especie con características propias que fuera incapaz de reproducirse con la forma original. Esto parece evidenciar que existen límites al grado de variabilidad de las especies. Todas las razas de perros, por ejemplo, provienen mediante selección artificial de un antepasado común. Los criadores han sido capaces de originar variedades morfológicamente tan diferentes entre sí como el chihuahua, que puede llegar a pesar tan solo un kilogramo en estado adulto, y el san Bernardo, que pesa más de ochenta. No obstante, a pesar de las disparidades anatómicas continúan siendo fértiles entre sí y dan lugar a individuos que también son fértiles. El semen de una variedad puede fecundar a los óvulos de la otra y viceversa, porque ambas siguen perteneciendo a la misma especie.

 

Fig.5. Todos los perros actuales se han obtenido a partir del lobo por medio de una selección practicada por el hombre.

 

 

Como escribe el eminente zoólogo francés Pierre P. Grassé: «De todo esto se deduce claramente que los perros seleccionados y mantenidos por el hombre en estado doméstico no salen del marco de la especie. Los animales domésticos falsos (animales que se vuelven salvajes) pierden los caracteres imputables a las mutaciones, y con bastante rapidez, adquieren el tipo salvaje original. Se desembarazan de los caracteres seleccionados por el hombre. Lo que muestra … que la selección natural y la artificial no trabajan en el mismo sentido … La selección artificial a pesar de su intensa presión (eliminación de todo progenitor que no responda a los criterios de elección) no ha conseguido hacer nacer nuevas especies después de prácticas milenarias. El estudio comparado de los sueros, las hemoglobinas, las proteínas de la sangre, de la interfecundidad, etc., atestigua que las razas permanecen en el mismo cuadro específico. No se trata de una opinión, de una clasificación subjetiva, sino de una realidad medible. Y es que la selección, concreta, reúne las variedades de las que es capaz un genoma, pero no representa un proceso evolutivo innovador» (Grassé, 1977: 158, 159).

Las posibilidades de cambio o transformación de los seres vivos parecen estar limitadas por la variabilidad existente en los cromosomas de cada especie. Cuando después de un determinado número de generaciones se agota tal capacidad de variación, ya no puede surgir nada nuevo. De manera que la microevolución, es decir, la transformación observada dentro de las diversas especies animales y vegetales, no puede explicar los mecanismos que requiere la teoría de la macroevolución o evolución general de la ameba al hombre.

La naturaleza, más o menos dirigida por la intervención humana, es capaz de hacer de un caballo salvaje un pequeño pony o un pesado percherón, pero no puede convertir un  perro en un oso, o un mono en hombre. Los pequeños pasos de la microevolución permiten que, por ejemplo, un virus como el del SIDA modifique su capa externa para escapar al sistema inmunológico humano, o que determinadas bacterias desarrollen su capacidad defensiva frente a ciertos antibióticos.

La macroevolución, sin embargo, apela a los grandes cambios que, como el salto de una bacteria a una célula con núcleo (eucariota), o el de esta a un organismo pluricelular, requieren procesos que no se observan en la naturaleza. «Mucha gente sigue la proposición darwiniana de que los grandes cambios se pueden descomponer en pasos plausibles y pequeños que se despliegan en largos períodos. No existen, sin embargo, pruebas convincentes que respalden esta postura» (Behe, 1999: 33). Es más, la bioquímica moderna ha descubierto que estos grandes saltos de la macroevolución no se han podido producir por microevolución.

Ante esta situación la única alternativa que le queda al evolucionismo es apelar a las hipotéticas mutaciones beneficiosas que aportarían algo que antes no existía. Sin embargo, lo cierto es que no se sabe si tales mutaciones se producen realmente ni, por supuesto, con qué frecuencia lo hacen. A pesar de todo ello el darwinismo sigue creyendo en ellas porque evidentemente las necesita. Este es quizás el mayor acto de fe del transformismo.

 

 

La clasificación contradice la evolución

La ciencia que se ocupa de la clasificación de los seres vivos se lla ma sistemática, y los distintos grupos de organismos que establece se conocen con el nombre de taxones. El padre de esta disciplina fue el naturalista sueco del siglo XVIII Carl Linné. Su genial invento, la nomenclatura binomial, todavía se sigue utilizando hoy. Linné se propuso catalogar la naturaleza. Para ello dio a cada especie conocida de su tiempo dos nombres latinos o latinizados. El primero de estos nombres representaba el género, se escribía con mayúscula como los nombres propios, y podía agrupar varias especies. El segundo era el específico, iba con minúsculas y se refería a la especie individual.

Si tomamos el ejemplo del perro, vemos que pertenece al género llamado Canis, pero este género agrupa a otras especies distintas de los perros, como los chacales (Canis aureus) y los coyotes (Canis latrans), todas muy parecidas entre sí, pero que en estado natural no suelen cruzarse, y si se les cruza artificialmente sus descendientes híbridos son estériles. En Europa hay otros géneros equivalentes a Canis, como Vulpes, al que pertenece el zorro común (Vulpes vulpes). Estos dos géneros, a su vez, se agrupan bajo la familia Canidae. Las familias se agrupan en órdenes. El que abarca a todas las familias sería el orden de los Carnívoros. Los órdenes se unen en clases. La clase Mamíferos incluye a todos los seres que amamantan a sus crías y tienen generalmente el cuerpo cubierto de pelo. Las clases se agruparían en phylum, en este caso el de los vertebrados y los phyla (plural de phylum en latín) en un reino, que es el Reino Animal.

Esta forma de clasificación es la que todavía utilizan los taxónomos de todo el mundo. Se trata de un sistema teórico basado en las semejanzas morfológicas entre los individuos. Con este criterio fue creado por Linné. Sin embargo, cuando Darwin publicó El origen de las especies asumió la clasificación linneana, pero dándole un nuevo enfoque con el fin de que concordase mejor con su teoría de la evolución. Para él, las clasificaciones debían ser verdaderas genealogías de los seres vivos, que reflejasen las relaciones evolutivas postuladas por su teoría. Los diferentes taxones no eran concebidos solo como conjuntos que agrupaban a organismos parecidos, sino que debían considerarse como antepasados comunes a estos organismos. Y aquí es donde surge el problema. El modo de clasificar animales y plantas sigue siendo motivo de controversia entre los científicos.

La macroevolución se concibe como la evolución de los grupos con mayor categoría taxonómica. ¿Cómo han evolucionado, si es que lo han hecho, los phyla, las clases, los órdenes y las familias?

¿Puede la microevolución explicar las enormes diferencias que existen entre una sardina y un hombre? ¿Es capaz la selección natural de dar cuenta de la perfección del ojo del águila, del oído del murciélago, o del cerebro humano? ¿Hay algún hecho en la naturaleza que demuestre, sin lugar a dudas, que la evolución se ha producido realmente? Estas cuestiones nos conducen al terreno de la polémica y de la especulación.

Los seguidores de los principios de Darwin o neodarwinistas empezaron a afirmar, a partir de 1930, que la macroevolución era solo un efecto de perspectiva de la microevolución. Según ellos, tanto dentro del nivel de la especie como por encima de él, la evolución se debió a la acumulación de pequeños cambios genéticos graduales dirigidos por la selección natural. Los mecanismos de la microevolución podían explicar también los de la macroevolución. Estas ideas han llegado hasta nuestros días celosamente defendidas por los evolucionistas ortodoxos.

Sin embargo, no todos los evolucionistas están de acuerdo con esta explicación. El profesor de investigación del CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas en España), Joaquín Templado, comenta: «Las dudas surgen cuando se trata de los fenómenos evolutivos “por encima” del nivel de especies o de géneros. He aquí donde radica actualmente el problema: en el origen de las categorías taxonómicas más elevadas. ¿Cómo surgieron, por ejemplo, los distintos órdenes de insectos? ¿Cómo se originaron las alas que tan prodigioso desarrollo y funcionamiento han alcanzado en esta clase de animales? Problemas de este tipo que implican la aparición y desarrollo de nuevos órganos resulta muy difícil de explicar por extrapolación de lo que sucede al nivel de la especie … Pese a las afirmaciones de los neodarwinistas “más avanzados” que consideran dicho problema como resuelto, la realidad es que sigue constituyendo una gran incógnita en el presente estado de nuestros conocimientos sobre el mecanismo de la evolución» (Templado, 1974: 130).

La teoría darwiniana es incapaz de resolver el problema de la macroevolución. Los pequeños cambios graduales no pueden explicar las diferencias que existen entre un hombre y un ratón. En tales circunstancias, el razonamiento que se sigue es el de creer que si estamos aquí es porque la macroevolución realmente se ha dado, es decir, si existimos en este planeta es porque hemos evolucionado a partir de la materia inerte. Por lo tanto hay que seguir buscando algún mecanismo evolutivo que resulte satisfactorio. Pero nunca se tiene en cuenta otra posibilidad: que los mecanismos de la macroevolución no se descubran, porque esta nunca se haya producido.

¿Cómo aparecieron entonces todos los tipos básicos  de organización de los seres vivos, las clases, los órdenes, las familias que por consiguiente no estarían emparentadas entre sí? Parece que la única alternativa clara sería la creación especial de estos tipos básicos. Pero esta alternativa no quiere ser tomada en serio porque no se le puede aplicar el estudio científico. La ciencia es reacia al milagro. No puede decir nada sobre él. ¿Y sobre la macroevolución? ¿Puede realmente la ciencia decir algo sobre los hipotéticos cambios evolutivos que ocurrieron en un pasado remoto, cuando, según se cree, no existía todavía el ser humano? Los científicos evolucionistas parecen creer que sí.

Se confía en que algún día la ciencia desvelará el misterio. Si el neodarwinismo no ha logrado explicar satisfactoriamente el mecanismo de la macroevolución, ¿qué otra alternativa queda? En 1940, el genético alemán Richard Goldschmidt desafió a los defensores del darwinismo a que trataran de explicar, por medio de pequeños cambios graduales, toda una lista de diferentes órganos de los seres vivos, entre los que figuraban el pelo de los mamíferos, las plumas de las aves, los dientes, y hasta el aparato venenoso de las serpientes. Por supuesto, nadie se atrevió a aceptar tal reto. Lo que Goldschmidt pretendía era manifestar su disconformidad con el mecanismo evolutivo propuesto por el neodarwinismo y propugnar su nueva idea. Según él, la macroevolución solo podía funcionar mediante grandes cambios genéticos. Estos cambios o «macromutaciones» debían ser el factor principal en el origen de los animales y plantas de categoría taxonómica más elevada.

Fue él quien acuñó el término «monstruo prometedor o viable» para referirse a los mutantes que darían origen a nuevas especies (o taxones). Sus adversarios no tardaron mucho en rechazar estas ideas. Si la evolución hubiera tenido lugar mediante macromutaciones y monstruos prometedores ¿cómo se habrían reproducido estos seres? ¿Quién se hubiera apareado con un monstruo por muy prometedor que pareciera? ¿O acaso se produjeron macromutaciones dobles que originaran dos monstruos de distinto sexo? La teoría de Goldschmidt fue ignorada y ridiculizada por los neodarwinistas durante más de treinta años. Sin embargo, en 1972, un par de biólogos americanos, Niles Eldredge y Stephen J. Gould, publicaron un trabajo en el que se acariciaban prudentemente las antiguas ideas del incomprendido genético alemán. El trabajo se titulaba: Punctuated Equilibria: an alternative to phyletic gradualism y en él se proponía una nueva teoría para explicar la macroevolución. Parecía que la nueva teoría saltacionista del equilibrio puntuado venía a solucionar las grandes contradicciones del gradualismo neodarwinista.

Si la macroevolución se hubiera producido mediante la acumulación gradual de pequeños cambios en el seno de las poblaciones, como afirmaban los evolucionistas ortodoxos, ¿dónde están las múltiples formas intermedias que necesariamente se habrían producido en tal proceso? El registro fósil las ignora por completo. Lo que nos muestra la paleontología son las enormes lagunas sistemáticas que han venido preocupando a los estudiosos de los fósiles desde los días de Darwin. Se han encontrado cientos de animales y vegetales fosilizados, pero casi todos perfectamente clasificables dentro de los grupos que todavía hoy existen vivos. En cambio, los eslabones intermedios propuestos por el gradualismo no han aparecido.

 

 

Stephen J. Gould lo explica así: «Si la evolución se produce normalmente por una especiación rápida en grupos pequeños — en lugar de hacerlo a través de cambios lentos en las grandes poblaciones— entonces, ¿qué aspecto deberían tener en el registro fósil? … la especie en sí aparecerá “subitamente” en el registro fósil y se extinguirá más adelante con igual rapidez y escaso cambio perceptible en su forma» (Gould, 1983a: 65). En otras palabras, los fósiles de las formas intermedias no se han descubierto porque nunca habrían existido. El paso de una especie a otra ocurriría tan rápido, desde el punto de vista de la geología, que ni siquiera habría dejado fósiles. Ya no deberíamos pensar en la evolución como si fuera una recta inclinada y ascendente, sino como una línea quebrada con aspecto de escalera.

El problema es que no se puede demostrar que esto haya ocurrido. Las especulaciones que los evolucionistas innovadores realizan actualmente sobre estas hipóteticas macromutaciones apuntan hacia la posible existencia de unos genes reguladores que poseerían la facultad de accionar o bloquear a otros grupos de genes productores de proteínas. El problema es que no conocemos nada en absoluto sobre la existencia de estos genes. No se conocen ni se han descrito y, sin embargo, se sigue suponiendo su existencia porque lo requiere la teoría. Mientras tanto, los evolucionistas ortodoxos continúan rechazando enérgicamente todas estas ideas que vienen de parte de los innovadores. De modo que la pregunta fundamental a la macroevolución sigue todavía hoy sin respuesta.

El matemático y biólogo francés Georges Salet, que fuera alumno de François Jacob, el famoso premio Nobel de medicina en 1965, plantea esta pregunta así: «¿De qué modo un mecánico de duplicación que está dispuesto para transmitir de una generación a otra “copias conformes”, y que realiza esta transmisión con una perfección más o menos feliz que explica las mutaciones, ha podido originar textos enteramente nuevos? … Ninguna de las teorías propuestas hasta la fecha es capaz de aportar una explicación» (Salet, 1975: 117). Si la microevolución o los cambios producidos dentro de la especie biológica constituyen un hecho observable en la naturaleza, no puede afirmarse que la macroevolución se trate de un hecho comprobado. Sigue siendo una teoría no demostrada que alberga numerosas dudas e incertidumbres. Aun cuando la mayoría de los investigadores científicos la tengan por cierta, esto no quiere decir que la teoría de la macroevolución sea, efectivamente, una auténtica teoría científica.

En este sentido, Karl Popper, el gran filósofo de la ciencia, afirma que la teoría evolucionista no es una teoría científica porque no se puede refutar ni tampoco demostrar. La evolución general se refiere a acontecimientos históricos únicos. Este tipo de acontecimientos no pueden ser investigados porque son irrepetibles. Si en verdad ocurrieron, lo hicieron una sola vez y para siempre, por lo tanto no están sujetos a prueba. No se pueden repetir en el laboratorio o experimentar con ellos. Popper dice que los biólogos evolucionistas no pueden explicar la evolución pasada, sino solo producir interpretaciones o conjeturas al respecto. La conclusión a la que llega este filósofo sobre la teoría de la evolución es que se trata de un programa de investigación metafísico (Popper, 1977).

Así pues, cabe plantearse la siguiente cuestión: Cuando ciertos autores se refieren al «hecho de la evolución», o cuando en los libros de texto leemos que «hay una gran cantidad de evidencias o pruebas demostrativas de que la evolución biológica es un hecho incuestionable», ¿qué es lo que se quiere afirmar? ¿Qué se entiende por evolución? ¿Se está hablando de macroevolución o de microevolución?

Como hemos visto, la microevolución es efectivamente un hecho que nadie pone en duda, pero si se dice  que la macroevolución también lo es, se provoca una confusión de conceptos. Si por evolución se entienden los cambios biológicos por encima del nivel de la especie, entonces debe hablarse de hipótesis y no de hechos. Esto, que parece obvio, no siempre se tiene en cuenta. A partir de ahora, siempre que se mencione la teoría de la evolución en este libro, estaremos hablando de macroevolución.


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