El fin de un mito (Darwin)
El fin de un mito
la teoría que Darwin
propuso, según vimos, constaba de tres premisas y una conclusión. La primera se
refería a «la variación existente en los seres vivos». Cada individuo, fuera de
la especie que fuera, presentaba unas variaciones propias que lo distinguían
del resto de sus congéneres. Hoy diríamos que la estructura genética de cada
organismo es individual y distinta a la de los demás. Precisamente estas
diferencias individuales eran las que utilizaban los agricultores y ganaderos
para formar razas o variedades concretas que eran diferentes al tipo original.
La segunda premisa
darwinista afirmaba que «todas las especies eran capaces de engendrar más
descendientes de los que el medio podía sustentar». No todas las crías llegaban
a adultas. Muchas eran devoradas por los depredadores o eliminadas por la
escasez de alimento. Darwin halló un mecanismo natural que actuaba entre la
ilimitada fecundidad de los seres vivos y los limitados recursos disponibles
para alimentarlos. Tal mecanismo debía actuar eliminando la mayoría de las
variaciones y conservando solo aquellas de los individuos que sobrevivían y
lograban reproducirse.
Esto le llevó a
formular su tercera premisa: el misterioso mecanismo era lo que Darwin llamó la
«selección natural». Las diferencias entre los individuos unidas a las
presiones del ambiente provocaban que unos sobrevivieran lo suficiente como
para dejar descendientes, mientras que otros desaparecieran prematuramente sin
haber tenido hijos. En este proceso siempre perdurarían los más aptos, no por
ser superiores, sino por estar mejor adaptados a su ambiente. Cuando las
condiciones de este cambiaran, entonces serían otros con diferentes
características los herederos del futuro. Por tanto, la conclusión a la que
llegó Darwin era que la selección natural constituía la causa que originaba
nuevas especies.
El cambio evolutivo
que provocaba la aparición de nuevos organismos debía ser lento y gradual, ya
que dependía de las transformaciones geológicas ocurridas a lo largo de
millones de años. Unas especies se extinguían mientras otras surgían de manera
incesante. Como se ha señalado antes, en aquella época no se conocían los
mecanismos de la herencia. Solo después de más de cincuenta años de
investigación se pudo disponer de una teoría satisfactoria sobre la herencia y
conocer la existencia de las mutaciones en los genes. En su tiempo, y con sus
limitados conocimientos, Darwin estaba consciente de que a la teoría de la evolución
le faltaba algo importante, e intentó explicar los fenómenos hereditarios
mediante unas hipotéticas partículas que procedían de los distintos tejidos del
organismo y eran transportadas a través de la sangre hasta los órganos
reproductores o allí donde fueran necesarias, era la teoría de la pangénesis,
que Darwin presentó hacia el final de sus días, y que resultó ser un
planteamiento totalmente equivocado. Hoy se sabe que la teoría de la pangénesis
no era cierta, pero el mérito de Darwin, según sus más fervientes seguidores,
los neodarwinistas, consistió en aferrarse a la selección natural y rechazar
los principios del lamarkismo.
Nace un segundo mito:
el darwinismo social
No todos los
pensadores y hombres de ciencia de la época estuvieron de acuerdo con las ideas
de Darwin, sino que más bien estas dividieron a la intelectualidad. No solo se
le opusieron la mayoría de los líderes religiosos sino también prestigiosos
hombres de ciencia, como el zoólogo Phillip Gosse, que se mantuvo siempre en el
creacionismo; el profesor de geología Adam Sedgwick, quien le censuró por haber
abandonado el método científico de la inducción baconiana; el prestigioso
paleontólogo y especialista en anatomía comparada Richard Owen, que era
discípulo del gran científico francés Georges Cuvier, padre de esas mismas
materias y enemigo declarado del transformismo. También en Estados Unidos se
levantaron voces contra la teoría de la evolución, como la del naturalista de
origen suizo Louis Agassiz, que poseía una gran reputación como zoólogo y
geólogo.
Sin embargo, de la
misma manera hubo científicos y teólogos relevantes que asumieron el
evolucionismo, contribuyendo a su difusión por medio de escritos o a través de
sus clases en la universidad. Cabe mencionar aquí al zoólogo Thomas Huxley, al
botánico Joseph Hooker y al geólogo Charles Lyell, todos ellos ingleses. Pero
también a sociólogos como el ya mencionado Herbert Spencer o teólogos como
Charles Kingsley, que era novelista y clérigo de la Broad Church. En Alemania,
el biólogo Ernst H. Haeckel, profesor de zoología en la Universidad de Jena, se
puso también a favor de las ideas de Darwin. Y así progresivamente la teoría de
la selección natural se fue difundiendo en todos los países occidentales.
Karl Marx vivía en
Londres durante el momento de máxima efervescencia transformista, lo que ha
llevado a especular mucho sobre la influencia de la teoría darwiniana de la
evolución en su pensamiento. Al parecer Marx sintió siempre una gran admiración
por Darwin, hasta el punto de querer dedicarle la traducción inglesa de su obra
El Capital. Parece que Darwin, sin embargo, se negó amablemente a tal
distinción. Marx se refirió, en varias notas de dicho libro a la opinión de
Darwin acerca de ciertos órganos de animales y plantas capaces de poseer diferentes
funciones, con el fin de ilustrar su idea de que el rendimiento del trabajo no
solo dependía de la habilidad del obrero, sino también de la perfección de las
herramientas que este utilizaba (Marx, 1999b:1, 276, 303). El transformismo de
Darwin estuvo siempre presente en la ideología marxista. También en Rusia el
padre del evolucionismo fue considerado como un héroe nacional, e incluso se
construyó en Moscú el famoso Museo Darwin y, en 1959, se acuñó una medalla
especial para conmemorar el centenario de la publicación de El origen de las
especies.
Es lógico que, en un
país institucionalmente ateo, quien hiciera innecesaria con su obra la creencia
en un Dios Creador fuera tratado como un superhombre. Ahora ya se disponía de
un argumento «científico» que apoyaba la idea de que la materia eterna, por si
sola, se había transformado dando lugar al universo, la tierra y todos los
seres vivos, sin necesidad de apelar a ninguna causa sobrenatural.
Las teorías de Darwin
tuvieron, en sus primeros momentos, más influencia en el terreno ideológico que
en el puramente científico. Apareció así el llamado «darwinismo social»: el
intento de aplicación de los aspectos más crueles de la teoría darwinista a la
sociedad humana. Los conceptos de «lucha por la existencia» y de «supervivencia
de los mejores» fueron empleados por Herbert Spencer en sus First Principles
(1862) para decir que el conflicto social y la guerra habían desempeñado un
papel positivo en la evolución de las sociedades. El sufrimiento de los pueblos,
la lucha armada y el derramamiento de sangre inocente habrían sido
fundamentales para el establecimiento de los mayores y más complejos sistemas
sociales, sobre todo en los primeros tiempos del desarrollo de la humanidad.
Por tanto, según el darwinismo social, el éxito de las sociedades se debería a
la supervivencia de los más fuertes. Y tal supervivencia estaría siempre
moralmente justificada, independientemente de los medios que se usaran para
lograrla.
No hace falta
discurrir mucho para darse cuenta de que con este tipo de creencias era posible
justificar el racismo, ya que se establecían categorías entre los grupos
humanos. Igualmente de estas ideas derivaron otras muchas que influyeron
fomentando la guerra, la eugenesia y hasta la ideología nacionalsocialista de
individuos como Hitler. La historia se ha encargado de demostrar, por medio de
las atrocidades que se produjeron, lo equivocados que estaban quienes creyeron
en el darwinismo social.
La concepción de las
sociedades humanas adquirió una dimensión completamente diferente desde el
momento en que las ciencias sociales asumieron el evolucionismo. Si el hombre
descendía de los primates, ¿cómo había podido liberarse de la animalidad,
socializarse y llegar a crear una verdadera cultura? Los modelos propuestos
hasta el siglo XVIII se tornaron obsoletos y empezaron a buscarse otros nuevos.
Los historiadores comenzaron a investigar cuál pudo ser la influencia del
entorno sobre los hombres primitivos. Los estudiosos se volcaron en el
conocimiento de las costumbres de los diferentes pueblos o grupos étnicos
actuales, asumiendo que la etnología proporcionaría el banco de pruebas
necesario para descubrir cómo se habría producido la hipotética transición del
animal al ser humano. El estudio de la prehistoria comenzó a desarrollarse. Las
excavaciones arqueológicas solo aportaban pruebas de los utensilios y las
técnicas empleadas por el hombre de la antigüedad. Se establecieron así, sin
demasiadas discusiones, las diferencias entre el paleolítico, el neolítico y la
edad de los metales.
Sin embargo, con las
cuestiones etnológicas las cosas no resultaron tan sencillas. ¿Cómo se habían
originado las primeras sociedades humanas? ¿Qué habría motivado la aparición de
la cultura? ¿Cuándo surgió la solidaridad territorial? ¿Cuál fue el origen de
la familia? ¿Se debería creer que al principio fue el patriarcado, el
matriarcado o la promiscuidad sexual? Todas estas cuestiones alimentaron la
polémica entre antropólogos y sociólogos durante la mayor parte del siglo XIX. Finalmente,
se empezaron a matizar todas las interpretaciones y a reconocer la existencia
de una gran variedad de culturas que eran originales y diferentes entre sí. Por
tanto, no resultaba posible establecer unas leyes comunes o una única
explicación que diera cuenta de todos los hechos. Quienes realizaban trabajos
de campo y estudiaban los documentos de primera mano se dieron cuenta de que el
evolucionismo no era capaz de interpretarlo todo.
La caja negra de
Darwin
No obstante, el
darwinismo se ha venido aceptando como verdad científica durante mucho tiempo.
Tanto en el ámbito de la ciencia y las humanidades como en el popular,
generalmente se ha supuesto que el tema de los orígenes había quedado explicado
satisfactoriamente gracias a los planteamientos de Darwin. La selección
natural, actuando sobre las variaciones y las mutaciones de los individuos,
sería capaz de disolver el enigma de la aparición de la vida y de todas las
especies que habitan la tierra.
Esto es lo que se
sigue enseñando en la inmensa mayoría de los centros docentes de todo el mundo.
Salvo en aquellas pocas escuelas o universidades americanas que incluyen
también el creacionismo como alternativa en los programas de sus alumnos. De
manera que la mayor parte de los jóvenes estudiantes aprenden hoy a observar el
mundo a través del filtro darwinista aunque, de hecho, nadie sea capaz de
explicarles cómo pudo la evolución crear los complejos mecanismos y sistemas
bioquímicos descritos en sus libros de texto. Porque lo cierto es que
comprender cómo funciona algo no es lo mismo que saber cómo llegó a existir.
Cuando Darwin publicó
su famosa teoría no se conocía cuál era el motivo por el cual se producían
variaciones dentro de una misma especie. No se sabía por qué era posible
producir diferentes razas de perros, palomas o guisantes con características
diversas, a partir de individuos que carecían de tales rasgos externos. Pero
hoy se conocen bien los procesos bioquímicos y genéticos que operan en tales
cambios. Por tanto, la cuestión es, ¿resulta posible que las complejas cadenas
metabólicas descubiertas por la moderna bioquímica, que se dan en el interior
de las células y son capaces de provocar los mecanismos de la herencia, se
hubieran podido formar por selección natural, tal como propone el darwinismo?
¿Pueden los dispositivos genéticos que operan en la selección artificial de
razas y variedades explicar también la selección natural propuesta por el
darwinismo?
En la época de Darwin
la célula era un misterio, una especie de «caja negra», según afirma el
profesor de bioquímica Michael J. Behe en su espléndido libro que titula
precisamente así: La caja negra de Darwin (Behe, 1999: 27). Pero en la
actualidad, la célula ha dejado de ser un saquito sin apenas nada en su
interior para convertirse en una especie de factoría repleta de orgánulos
altamente complejos que interactúan entre sí, realizando funciones elegantes y
precisas. Resulta que la base de la vida no era tan sencilla como se esperaba.
La ciencia que estudia las células ha descubierto que cualquier función de los
seres vivos, como la visión, el movimiento celular o la coagulación de la
sangre, es tan sofisticada como una computadora o una cámara de video. La alta
complejidad de la química de la vida frustra cualquier intento científico que
pretenda explicar su origen a partir del
azar, la casualidad o la selección natural. Esto se ha empezado a decir ya en
voz alta en el mundo de la ciencia.
Behe, el mencionado
investigador de la Universidad Lehigh en Pensilvania, lo expresa así: «Ahora
que hemos abierto la caja negra de la visión, ya no basta con que una
explicación evolucionista de esa facultad tenga en cuenta la estructura
anatómica del ojo, como hizo Darwin en el siglo diecinueve (y como hacen hoy los
divulgadores de la evolución). Cada uno de los pasos y estructuras anatómicos
que Darwin consideraba tan simples implican procesos bioquímicos
abrumadoramente complejos que no se pueden eludir con retórica. Los metafóricos
saltos darwinianos de elevación en elevación ahora se revelan, en muchos casos,
como saltos enormes entre máquinas cuidadosamente diseñadas, distancias que
necesitarían un helicóptero para recorrerlas en un viaje. La bioquímica
presenta pues a Darwin un reto liliputiense» (Behe, 1999: 41).
El origen de la
complejidad de la vida apunta hoy más que nunca, puesto que ya se conoce el
funcionamiento de los más íntimos mecanismos biológicos, hacia la creación de
la misma por parte de un ente dotado de inteligencia. Descartar la posibilidad
de un diseño inteligente es como cerrar los ojos a la intrincada realidad de
los seres vivos. Después de un siglo de investigación científica algunos
hombres de ciencia se han empezado a dar cuenta de que no se ha progresado
apenas nada por la vía darwinista. El evolucionista español Faustino Cordón
reconocía que «curiosamente, Darwin, que da un nuevo sentido a la biología, a
los cien años de su muerte parece que ha impulsado poco esta ciencia … ¿A qué
se debe esta infecundidad hasta hoy de Darwin y, en cambio, la enorme capacidad
incitadora de Mendel, y qué puede suceder en el futuro?» (Huxley &
Kettlewel, 1984: 13).
Los problemas que el
padre de la teoría de la evolución planteó en su tiempo continúan actualmente
sin resolver. Hoy la ciencia sigue sin saber cuál podría ser el mecanismo
evolutivo capaz de producir la diversidad del mundo natural. Sería lógico
suponer que, ante esta enorme laguna de conocimiento, se publicaran
continuamente trabajos sobre biología evolutiva y se diseñaran experimentos para
descubrir cómo funciona la evolución. Sin embargo, cuando se analiza la
bibliografía al respecto, esta brilla por su ausencia. Casi nadie escribe
artículos sobre el darwinismo o sobre la influencia de las ideas de Darwin en
la biología actual.
El profesor honorario
de la Universidad de la Sorbona, Rémy Chauvin, dice: «¿Qué piensan muchos
biólogos de Darwin? Nada. Hablamos muy poco de este tema porque no nos resulta
necesario. Es posible estudiar la fisiología animal o vegetal sin que jamás
venga al caso Darwin. E incluso en el campo de la ecología, el gran bastión
darwinista, existen miles de mecanismos reguladores de la población que pueden
ser analizados empíricamente sin necesidad de recurrir a Darwin» (Chauvin,
2000: 38).
Es como si el
darwinismo hubiera paralizado la investigación acerca del origen de los seres
vivos o sus posibles cambios y, a la vez, resultara irrelevante para las demás
disciplinas de la biología. Como si se tratara de una pseudociencia incapaz de
generar resultados susceptibles de verificación o refutación. No obstante, a
pesar de la esterilidad de esta teoría, resulta curioso comprobar el grado de
fanatismo existente en ciertos sectores del mundo científico contemporáneo.
Cuando en alguna conferencia para especialistas sale a relucir el tema del
darwinismo, es posible pasar de los argumentos a los insultos con la velocidad
del rayo. Las pasiones se encienden y las descalificaciones aparecen pronto.
Una de tales reuniones científicas fue la que motivó precisamente, según
confiesa el prestigioso biólogo Rémy Chauvin, la creación de su obra de
reciente aparición: Darwinismo, el fin de un mito, cuyo título es
suficientemente significativo.
Debate entre evolución
y creación
Cuando desde ambientes
evolucionistas se hacen alusiones a los partidarios de la creación,
generalmente se les acusa de fundamentalismo fanático y anticientífico, ya que
si Dios creó de manera inmediata o mediante procesos especiales que actualmente
no se dan en la naturaleza, entonces quedaría automáticamente cerrada la puerta
a cualquier posible investigación científica del origen de la vida. El
creacionismo sería, por tanto, religión, no ciencia.
Sin embargo, la misma
crítica puede hacerse al darwinismo.
¿No es este también
una forma de religiosidad atea y materialista? En realidad, tampoco se trata de
una teoría científica sino metafísica, como señaló acertadamente el filósofo
Karl Popper (1977: 230).
La selección natural,
que es el corazón del darwinismo, pretende explicar casi todo lo que ocurre en
la naturaleza, pero lo cierto es que solo explica unas pocas cosas. Ni la
adaptación de los organismos al entorno ni la pretendida selección natural de
los mismos son acontecimientos que puedan ser medidos objetivamente, como más
adelante se verá. Por tanto, no es posible verificar o desmentir las
predicciones del evolucionismo mediante el método científico. Pero para que una
teoría pueda ser considerada como científica tiene que ser susceptible de
verificación, y el darwinismo no lo es. ¿Qué es entonces? Pues un mito naturalista
y transformista que se opone frontalmente a la creencia en un Dios Creador
inteligente que intervino activamente en el universo. Aunque se presente como
ciencia y se le intente arropar con datos y cifras, en realidad es la antigua
filosofía del naturalismo.
Como bien señala
Charles Colson: «La batalla real se libra entre visión del mundo y visión del
mundo, entre religión y religión. De un lado está la visión naturalista del
mundo, declarando que el universo es el producto de fuerzas ciegas y sin fin
determinado. Del otro lado está la visión cristiana del mundo, diciéndonos que
fuimos creados por un Dios trascendente que nos ama y tiene un propósito para
nosotros» (Colson, 1999: 60). La oposición entre darwinistas y antidarwinistas
es en el fondo de carácter teológico. Hay que ser sinceros y reconocer que
detrás de unos y otros se esconde una ideología de naturaleza religiosa. Es el
viejo enfrentamiento entre la incredulidad y la fe en
Dios, entre el materialismo y el espiritualismo. De ahí que los debates
se vuelvan en ocasiones tan agrios, porque despiertan sentimientos y creencias
muy arraigadas.
Esto se comprueba, por
ejemplo, en las actitudes de personajes como el biólogo evolucionista Richard
Dawkins, uno de los defensores de la sociobiología, quien pregunta siempre a
aquellos que desean hablar con él acerca de la evolución: «¿Cree usted en
Dios?» Si se le responde con una afirmación, da la espalda a su interlocutor y
se marcha de forma grosera. En una entrevista realizada para el periódico La Vanguardia
en Barcelona (España), al ser interrogado sobre el tema de la religión dijo:
«Estoy en contra de la religión porque nos enseña a estar satisfechos con no
entender el mundo.» Y acerca de la fe pensaba que «es la gran excusa para
evadir la necesidad de pensar y juzgar las pruebas» (27.02.00).
Las especies cambian,
pero no tanto.
Después de más de un
siglo de estudios de campo y de investigaciones ecológicas son muchos los
científicos que han llegado a la determinación de que ni la adaptación de las
especies al medio ambiente, ni la selección natural, pueden ser medidas de
forma satisfactoria, tal como requiere el darwinismo. En este sentido el Dr.
Richard E. Laekey admite: «Tanto la adaptación como la selección natural,
aunque intuitivamente son fáciles de entender, con frecuencia resultan
difíciles de estudiar rigurosamente: su investigación supone no solo relaciones
ecológicas muy complicadas, sino también las matemáticas avanzadas de la
genética de poblaciones. Los críticos de la selección natural pueden estar en
lo cierto al poner en duda su universalidad, pero todavía se desconoce el
significado de otros mecanismos, como las mutaciones neutras y la deriva
genética» (Darwin, 1994: 49).
A pesar de la gran
cantidad de datos que se posee en la actualidad acerca del funcionamiento de
los ecosistemas naturales, lo cierto es que el mecanismo de la evolución
continúa todavía sumido en la más misteriosa oscuridad. Los ejemplos a los que
habitualmente se recurre para ilustrar la selección natural se basan siempre en
suposiciones no demostradas o en la confusión entre dos conceptos muy
diferentes, el de microevolución y el de macroevolución.
¿Qué es la
microevolución? Es verdad que mediante selección artificial los ganaderos han
obtenido ovejas con más lana, gallinas que ponen más huevos o caballos bastante
más veloces, pero en toda esta manipulación conviene tener en cuenta dos cosas.
La primera es que se ha llevado a cabo mediante cruces realizados por criadores
inteligentes, y no por el azar o el capricho de la naturaleza. Tanto los
agricultores como los ganaderos han usado sus conocimientos previos con una
finalidad determinada. Han escogido individuos con ciertas mutaciones o han
mezclado otros para conseguir aquello que respondía a sus intereses.
Sin embargo, nada de
esto se da en una naturaleza sin propósito. Cuando las razas domesticadas por
el hombre se abandonan y pasan al estado silvestre, pronto se pierden sus
características adquiridas y revierten al tipo original. La selección natural
se manifiesta más bien, en esos casos, como una tendencia conservadora que
elimina las modificaciones realizadas por el hombre. Por tanto, la analogía
hecha por Darwin entre la selección artificial practicada por el ser humano
durante siglos y la selección natural resulta infundada.
La segunda cuestión a
tener en cuenta es que la selección artificial no ha producido jamás una nueva
especie con características propias que fuera incapaz de reproducirse con la
forma original. Esto parece evidenciar que existen límites al grado de
variabilidad de las especies. Todas las razas de perros, por ejemplo, provienen
mediante selección artificial de un antepasado común. Los criadores han sido
capaces de originar variedades morfológicamente tan diferentes entre sí como el
chihuahua, que puede llegar a pesar tan solo un kilogramo en estado adulto, y
el san Bernardo, que pesa más de ochenta. No obstante, a pesar de las
disparidades anatómicas continúan siendo fértiles entre sí y dan lugar a
individuos que también son fértiles. El semen de una variedad puede fecundar a
los óvulos de la otra y viceversa, porque ambas siguen perteneciendo a la misma
especie.
Fig.5. Todos los
perros actuales se han obtenido a partir del lobo por medio de una selección
practicada por el hombre.
Como escribe el
eminente zoólogo francés Pierre P. Grassé: «De todo esto se deduce claramente
que los perros seleccionados y mantenidos por el hombre en estado doméstico no
salen del marco de la especie. Los animales domésticos falsos (animales que se
vuelven salvajes) pierden los caracteres imputables a las mutaciones, y con
bastante rapidez, adquieren el tipo salvaje original. Se desembarazan de los
caracteres seleccionados por el hombre. Lo que muestra … que la selección
natural y la artificial no trabajan en el mismo sentido … La selección
artificial a pesar de su intensa presión (eliminación de todo progenitor que no
responda a los criterios de elección) no ha conseguido hacer nacer nuevas
especies después de prácticas milenarias. El estudio comparado de los sueros,
las hemoglobinas, las proteínas de la sangre, de la interfecundidad, etc.,
atestigua que las razas permanecen en el mismo cuadro específico. No se trata
de una opinión, de una clasificación subjetiva, sino de una realidad medible. Y
es que la selección, concreta, reúne las variedades de las que es capaz un
genoma, pero no representa un proceso evolutivo innovador» (Grassé, 1977: 158,
159).
Las posibilidades de
cambio o transformación de los seres vivos parecen estar limitadas por la
variabilidad existente en los cromosomas de cada especie. Cuando después de un
determinado número de generaciones se agota tal capacidad de variación, ya no
puede surgir nada nuevo. De manera que la microevolución, es decir, la
transformación observada dentro de las diversas especies animales y vegetales,
no puede explicar los mecanismos que requiere la teoría de la macroevolución o
evolución general de la ameba al hombre.
La naturaleza, más o
menos dirigida por la intervención humana, es capaz de hacer de un caballo salvaje
un pequeño pony o un pesado percherón, pero no puede convertir un perro en un oso, o un mono en hombre. Los
pequeños pasos de la microevolución permiten que, por ejemplo, un virus como el
del SIDA modifique su capa externa para escapar al sistema inmunológico humano,
o que determinadas bacterias desarrollen su capacidad defensiva frente a
ciertos antibióticos.
La macroevolución, sin
embargo, apela a los grandes cambios que, como el salto de una bacteria a una
célula con núcleo (eucariota), o el de esta a un organismo pluricelular,
requieren procesos que no se observan en la naturaleza. «Mucha gente sigue la
proposición darwiniana de que los grandes cambios se pueden descomponer en
pasos plausibles y pequeños que se despliegan en largos períodos. No existen,
sin embargo, pruebas convincentes que respalden esta postura» (Behe, 1999: 33).
Es más, la bioquímica moderna ha descubierto que estos grandes saltos de la
macroevolución no se han podido producir por microevolución.
Ante esta situación la
única alternativa que le queda al evolucionismo es apelar a las hipotéticas
mutaciones beneficiosas que aportarían algo que antes no existía. Sin embargo,
lo cierto es que no se sabe si tales mutaciones se producen realmente ni, por
supuesto, con qué frecuencia lo hacen. A pesar de todo ello el darwinismo sigue
creyendo en ellas porque evidentemente las necesita. Este es quizás el mayor
acto de fe del transformismo.
La clasificación
contradice la evolución
La ciencia que se
ocupa de la clasificación de los seres vivos se lla ma sistemática, y los
distintos grupos de organismos que establece se conocen con el nombre de
taxones. El padre de esta disciplina fue el naturalista sueco del siglo XVIII
Carl Linné. Su genial invento, la nomenclatura binomial, todavía se sigue
utilizando hoy. Linné se propuso catalogar la naturaleza. Para ello dio a cada
especie conocida de su tiempo dos nombres latinos o latinizados. El primero de
estos nombres representaba el género, se escribía con mayúscula como los
nombres propios, y podía agrupar varias especies. El segundo era el específico,
iba con minúsculas y se refería a la especie individual.
Si tomamos el ejemplo
del perro, vemos que pertenece al género llamado Canis, pero este género agrupa
a otras especies distintas de los perros, como los chacales (Canis aureus) y
los coyotes (Canis latrans), todas muy parecidas entre sí, pero que en estado
natural no suelen cruzarse, y si se les cruza artificialmente sus descendientes
híbridos son estériles. En Europa hay otros géneros equivalentes a Canis, como
Vulpes, al que pertenece el zorro común (Vulpes vulpes). Estos dos géneros, a
su vez, se agrupan bajo la familia Canidae. Las familias se agrupan en órdenes.
El que abarca a todas las familias sería el orden de los Carnívoros. Los
órdenes se unen en clases. La clase Mamíferos incluye a todos los seres que
amamantan a sus crías y tienen generalmente el cuerpo cubierto de pelo. Las
clases se agruparían en phylum, en este caso el de los vertebrados y los phyla
(plural de phylum en latín) en un reino, que es el Reino Animal.
Esta forma de
clasificación es la que todavía utilizan los taxónomos de todo el mundo. Se
trata de un sistema teórico basado en las semejanzas morfológicas entre los
individuos. Con este criterio fue creado por Linné. Sin embargo, cuando Darwin
publicó El origen de las especies asumió la clasificación linneana, pero
dándole un nuevo enfoque con el fin de que concordase mejor con su teoría de la
evolución. Para él, las clasificaciones debían ser verdaderas genealogías de
los seres vivos, que reflejasen las relaciones evolutivas postuladas por su
teoría. Los diferentes taxones no eran concebidos solo como conjuntos que agrupaban
a organismos parecidos, sino que debían considerarse como antepasados comunes a
estos organismos. Y aquí es donde surge el problema. El modo de clasificar
animales y plantas sigue siendo motivo de controversia entre los científicos.
La macroevolución se
concibe como la evolución de los grupos con mayor categoría taxonómica. ¿Cómo
han evolucionado, si es que lo han hecho, los phyla, las clases, los órdenes y
las familias?
¿Puede la
microevolución explicar las enormes diferencias que existen entre una sardina y
un hombre? ¿Es capaz la selección natural de dar cuenta de la perfección del
ojo del águila, del oído del murciélago, o del cerebro humano? ¿Hay algún hecho
en la naturaleza que demuestre, sin lugar a dudas, que la evolución se ha
producido realmente? Estas cuestiones nos conducen al terreno de la polémica y
de la especulación.
Los seguidores de los
principios de Darwin o neodarwinistas empezaron a afirmar, a partir de 1930,
que la macroevolución era solo un efecto de perspectiva de la microevolución.
Según ellos, tanto dentro del nivel de la especie como por encima de él, la
evolución se debió a la acumulación de pequeños cambios genéticos graduales
dirigidos por la selección natural. Los mecanismos de la microevolución podían
explicar también los de la macroevolución. Estas ideas han llegado hasta
nuestros días celosamente defendidas por los evolucionistas ortodoxos.
Sin embargo, no todos
los evolucionistas están de acuerdo con esta explicación. El profesor de
investigación del CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas en
España), Joaquín Templado, comenta: «Las dudas surgen cuando se trata de los
fenómenos evolutivos “por encima” del nivel de especies o de géneros. He aquí
donde radica actualmente el problema: en el origen de las categorías
taxonómicas más elevadas. ¿Cómo surgieron, por ejemplo, los distintos órdenes
de insectos? ¿Cómo se originaron las alas que tan prodigioso desarrollo y
funcionamiento han alcanzado en esta clase de animales? Problemas de este tipo
que implican la aparición y desarrollo de nuevos órganos resulta muy difícil de
explicar por extrapolación de lo que sucede al nivel de la especie … Pese a las
afirmaciones de los neodarwinistas “más avanzados” que consideran dicho problema
como resuelto, la realidad es que sigue constituyendo una gran incógnita en el
presente estado de nuestros conocimientos sobre el mecanismo de la evolución»
(Templado, 1974: 130).
La teoría darwiniana
es incapaz de resolver el problema de la macroevolución. Los pequeños cambios
graduales no pueden explicar las diferencias que existen entre un hombre y un
ratón. En tales circunstancias, el razonamiento que se sigue es el de creer que
si estamos aquí es porque la macroevolución realmente se ha dado, es decir, si
existimos en este planeta es porque hemos evolucionado a partir de la materia
inerte. Por lo tanto hay que seguir buscando algún mecanismo evolutivo que
resulte satisfactorio. Pero nunca se tiene en cuenta otra posibilidad: que los
mecanismos de la macroevolución no se descubran, porque esta nunca se haya
producido.
¿Cómo aparecieron
entonces todos los tipos básicos de
organización de los seres vivos, las clases, los órdenes, las familias que por
consiguiente no estarían emparentadas entre sí? Parece que la única alternativa
clara sería la creación especial de estos tipos básicos. Pero esta alternativa
no quiere ser tomada en serio porque no se le puede aplicar el estudio
científico. La ciencia es reacia al milagro. No puede decir nada sobre él. ¿Y
sobre la macroevolución? ¿Puede realmente la ciencia decir algo sobre los hipotéticos
cambios evolutivos que ocurrieron en un pasado remoto, cuando, según se cree,
no existía todavía el ser humano? Los científicos evolucionistas parecen creer
que sí.
Se confía en que algún
día la ciencia desvelará el misterio. Si el neodarwinismo no ha logrado
explicar satisfactoriamente el mecanismo de la macroevolución, ¿qué otra
alternativa queda? En 1940, el genético alemán Richard Goldschmidt desafió a
los defensores del darwinismo a que trataran de explicar, por medio de pequeños
cambios graduales, toda una lista de diferentes órganos de los seres vivos,
entre los que figuraban el pelo de los mamíferos, las plumas de las aves, los
dientes, y hasta el aparato venenoso de las serpientes. Por supuesto, nadie se
atrevió a aceptar tal reto. Lo que Goldschmidt pretendía era manifestar su
disconformidad con el mecanismo evolutivo propuesto por el neodarwinismo y
propugnar su nueva idea. Según él, la macroevolución solo podía funcionar
mediante grandes cambios genéticos. Estos cambios o «macromutaciones» debían
ser el factor principal en el origen de los animales y plantas de categoría
taxonómica más elevada.
Fue él quien acuñó el
término «monstruo prometedor o viable» para referirse a los mutantes que darían
origen a nuevas especies (o taxones). Sus adversarios no tardaron mucho en
rechazar estas ideas. Si la evolución hubiera tenido lugar mediante
macromutaciones y monstruos prometedores ¿cómo se habrían reproducido estos
seres? ¿Quién se hubiera apareado con un monstruo por muy prometedor que
pareciera? ¿O acaso se produjeron macromutaciones dobles que originaran dos
monstruos de distinto sexo? La teoría de Goldschmidt fue ignorada y
ridiculizada por los neodarwinistas durante más de treinta años. Sin embargo,
en 1972, un par de biólogos americanos, Niles Eldredge y Stephen J. Gould,
publicaron un trabajo en el que se acariciaban prudentemente las antiguas ideas
del incomprendido genético alemán. El trabajo se titulaba: Punctuated
Equilibria: an alternative to phyletic gradualism y en él se proponía una nueva
teoría para explicar la macroevolución. Parecía que la nueva teoría
saltacionista del equilibrio puntuado venía a solucionar las grandes
contradicciones del gradualismo neodarwinista.
Si la macroevolución
se hubiera producido mediante la acumulación gradual de pequeños cambios en el
seno de las poblaciones, como afirmaban los evolucionistas ortodoxos, ¿dónde
están las múltiples formas intermedias que necesariamente se habrían producido
en tal proceso? El registro fósil las ignora por completo. Lo que nos muestra
la paleontología son las enormes lagunas sistemáticas que han venido
preocupando a los estudiosos de los fósiles desde los días de Darwin. Se han
encontrado cientos de animales y vegetales fosilizados, pero casi todos
perfectamente clasificables dentro de los grupos que todavía hoy existen vivos.
En cambio, los eslabones intermedios propuestos por el gradualismo no han
aparecido.
Stephen J. Gould lo
explica así: «Si la evolución se produce normalmente por una especiación rápida
en grupos pequeños — en lugar de hacerlo a través de cambios lentos en las
grandes poblaciones— entonces, ¿qué aspecto deberían tener en el registro
fósil? … la especie en sí aparecerá “subitamente” en el registro fósil y se
extinguirá más adelante con igual rapidez y escaso cambio perceptible en su
forma» (Gould, 1983a: 65). En otras palabras, los fósiles de las formas
intermedias no se han descubierto porque nunca habrían existido. El paso de una
especie a otra ocurriría tan rápido, desde el punto de vista de la geología,
que ni siquiera habría dejado fósiles. Ya no deberíamos pensar en la evolución
como si fuera una recta inclinada y ascendente, sino como una línea quebrada
con aspecto de escalera.
El problema es que no
se puede demostrar que esto haya ocurrido. Las especulaciones que los
evolucionistas innovadores realizan actualmente sobre estas hipóteticas
macromutaciones apuntan hacia la posible existencia de unos genes reguladores
que poseerían la facultad de accionar o bloquear a otros grupos de genes
productores de proteínas. El problema es que no conocemos nada en absoluto
sobre la existencia de estos genes. No se conocen ni se han descrito y, sin
embargo, se sigue suponiendo su existencia porque lo requiere la teoría.
Mientras tanto, los evolucionistas ortodoxos continúan rechazando enérgicamente
todas estas ideas que vienen de parte de los innovadores. De modo que la
pregunta fundamental a la macroevolución sigue todavía hoy sin respuesta.
El matemático y
biólogo francés Georges Salet, que fuera alumno de François Jacob, el famoso
premio Nobel de medicina en 1965, plantea esta pregunta así: «¿De qué modo un
mecánico de duplicación que está dispuesto para transmitir de una generación a
otra “copias conformes”, y que realiza esta transmisión con una perfección más o
menos feliz que explica las mutaciones, ha podido originar textos enteramente
nuevos? … Ninguna de las teorías propuestas hasta la fecha es capaz de aportar
una explicación» (Salet, 1975: 117). Si la microevolución o los cambios
producidos dentro de la especie biológica constituyen un hecho observable en la
naturaleza, no puede afirmarse que la macroevolución se trate de un hecho
comprobado. Sigue siendo una teoría no demostrada que alberga numerosas dudas e
incertidumbres. Aun cuando la mayoría de los investigadores científicos la
tengan por cierta, esto no quiere decir que la teoría de la macroevolución sea,
efectivamente, una auténtica teoría científica.
En este sentido, Karl
Popper, el gran filósofo de la ciencia, afirma que la teoría evolucionista no
es una teoría científica porque no se puede refutar ni tampoco demostrar. La
evolución general se refiere a acontecimientos históricos únicos. Este tipo de
acontecimientos no pueden ser investigados porque son irrepetibles. Si en
verdad ocurrieron, lo hicieron una sola vez y para siempre, por lo tanto no
están sujetos a prueba. No se pueden repetir en el laboratorio o experimentar
con ellos. Popper dice que los biólogos evolucionistas no pueden explicar la
evolución pasada, sino solo producir interpretaciones o conjeturas al respecto.
La conclusión a la que llega este filósofo sobre la teoría de la evolución es
que se trata de un programa de investigación metafísico (Popper, 1977).
Así pues, cabe
plantearse la siguiente cuestión: Cuando ciertos autores se refieren al «hecho de
la evolución», o cuando en los libros de texto leemos que «hay una gran
cantidad de evidencias o pruebas demostrativas de que la evolución biológica es
un hecho incuestionable», ¿qué es lo que se quiere afirmar? ¿Qué se entiende
por evolución? ¿Se está hablando de macroevolución o de microevolución?
Como hemos visto, la
microevolución es efectivamente un hecho que nadie pone en duda, pero si se
dice que la macroevolución también lo
es, se provoca una confusión de conceptos. Si por evolución se entienden los
cambios biológicos por encima del nivel de la especie, entonces debe hablarse
de hipótesis y no de hechos. Esto, que parece obvio, no siempre se tiene en
cuenta. A partir de ahora, siempre que se mencione la teoría de la evolución en
este libro, estaremos hablando de macroevolución.
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