La vuelta al mundo en un barco llamado H. M. S. Beagle

La vuelta al mundo en un barco llamado H. M. S. Beagle

 

Charles Darwin nació en Shrewsbury el 12 de febrero de 1809. Su padre, Robert Waring Darwin, ejercía con éxito la medicina en esa ciudad. El pequeño Charles siempre quiso mucho a su padre, pero a la vez se sentía cohibido delante de él. A su abuelo, Erasmus Darwin, que también había sido un hombre de ciencia y miembro de la Royal Society, no le llegó a conocer. La madre de Charles, Sussanah, murió también cuando él solo contaba con ocho años de edad. A pesar de ello fueron una familia muy unida, formada por el padre, cuatro hijas y dos hijos.

Desde sus años de colegial, Darwin, como muchos niños de su edad, manifestó una gran afición por el coleccionismo. Guardaba toda clase de conchas, minerales, insectos, sellos y monedas. A los nueve años ingresó en la escuela del doctor Butler. Más tarde escribió que lo único que se enseñaba allí era geografía antigua y algo de historia. En aquella época él prefería la poesía, así como los libros de viajes y de pájaros. Su afición por los experimentos científicos se satisfacía mediante las demostraciones que le hacía su tío, el padre de Francis Galton, acerca del funcionamiento de instrumentos físicos, como el barómetro o las reacciones químicas, los cuales realizaban en un viejo almacén de herramientas con su hermano mayor.

A los dieciséis años, Darwin ingresó en la Universidad de Edimburgo. Su padre quiso que estudiara la misma carrera que él ejercía y la que también estudiaba su hijo mayor Erasmus. Sin embargo, esta no era la vocación de Charles ni tampoco la de su hermano. Ambos abandonaron los estudios, frustrando así el deseo paterno de tener un hijo médico que le sucediera. Ante el fracaso de Edimburgo, el padre decidió que Darwin debía ingresar en la Universidad de Cambridge para estudiar teología. Todo menos permitir que su hijo se convirtiera en un hombre aficionado a los deportes y un ocioso. De manera que a los diecinueve años cambió los estudios de medicina por la Teología Natural, de William Paley.

Bastante tiempo después escribió: «Por entonces no dudaba lo más mínimo de la verdad estricta y literal de todas y cada una de las palabras de la Biblia, pronto me convencí de que nuestro Credo debía admitirse en su integridad» (Huxley & Kettlewel, 1984: 33). No obstante, Darwin prefería la amistad con botánicos y geólogos, se inclinaba más por aprender a disecar aves y mamíferos, o por leer los libros de viajes del geógrafo Humboldt, que por convertirse en un pastor tal como eran los deseos de su padre.

El reverendo John Stevens Henslow, que era profesor de botánica y amigo de Darwin, le escribió una carta en agosto de 1831 informándole de la posibilidad de enrolarse como  naturalista en el Beagle, un barco con misión cartográfica y científica que iba a dar la vuelta al mundo. Aunque su trabajo en la nave no sería remunerado, a Darwin le entusiasmó la idea y logró convencer a su padre para que le permitiera ir. El Beagle zarpó de Inglaterra en diciembre de ese mismo año con un Charles Darwin ilusionado, que todavía no era, ni mucho menos, evolucionista. Aceptó el empleo de naturalista sin tener ningún título en ciencias naturales, aunque se hubiera licenciado en teología, así como en matemática euclidiana y en estudios clásicos.

No obstante, poseía una gran experiencia práctica. Sabía cazar y disecar animales. Era experto en coleccionar rocas, fósiles, insectos y en realizar herbarios. Además su curiosidad y capacidad de observación le conferían unas cualidades idóneas para la labor que debía realizar a bordo del Beagle. El capitán del barco, Robert Fitzroy, que era solo cuatro años mayor que Darwin, poseía una personalidad muy fuerte y, a pesar de que a Charles no le gustaba polemizar, llegó a discutir en varias ocasiones con él. El marino defendía vehementemente la esclavitud, mientras Darwin se rebelaba contra aquella denigrante costumbre. Pero la excesiva duración del viaje, «cinco años y dos días», hizo inevitable que llegaran a entenderse.

 

Las primeras semanas de navegación supusieron un verdadero infierno para el joven naturalista. Durante  la  travesía  del golfo de Vizcaya, los frecuentes mareos le hicieron el trayecto insoportable. Se ha especulado mucho sobre la salud de Darwin. Es cierto que cuando era un muchacho tenía fama de ser buen corredor y de disfrutar de actividades al aire libre como la caza. Sin embargo, en su etapa de madurez escribió que a los veintidós años creía que sufría una enfermedad cardiaca y que, durante todo el viaje en barco, tuvo periódicas rachas de malestar, cansancio o dolores de cabeza.

Algunos historiadores atribuyeron después estos síntomas a las secuelas de una tripanosomiasis que pudo haber contraído en América del Sur. Esta era la enfermedad de Chagas, endémica de esas regiones y que era causada por un protozoo, un tripanosoma frecuente en los armadillos que Darwin recolectaba y, en ocasiones, consumía. La enfermedad se transmite por un insecto alado parecido a una chinche, la vinchuca, que chupa la sangre del armadillo y puede picar también a los humanos. Años más tarde, en 1849, Darwin escribió que sus problemas de salud le impedían trabajar uno de cada tres días. De manera que sus dolencias pudieron deberse a dicha enfermedad de Chagas o, como se ha especulado también, a una afección psiconeurótica, o a ambas cosas a la vez.

Cuando llegaron a Tenerife, el día 6 de enero de 1832, solo pudieron ver desde lejos el famoso pico volcánico del Teide, ya que el cónsul no les permitió desembarcar en la isla, pues las leyes exigían que los barcos provenientes de Inglaterra permanecieran doce días en cuarentena. Diez días más tarde desembarcaron en el archipiélago de Cabo Verde. La isla de Santiago fue la primera región tropical que  Darwin  visitó. Después se refirió a esta experiencia con las siguientes palabras:

«Volví a la costa, caminando sobre rocas volcánicas, oyendo el canto de pájaros desconocidos y observando nuevos insectos revoloteando alrededor de flores nunca vistas … Ha sido un día glorioso para mí, como un ciego que recibiera la vista; al principio, se quedaría anonadado ante lo que ve y no le sería fácil entenderlo. Esto es lo que yo siento» (Huxley & Kettlewel, 1984: 50).

Darwin empezó a reflexionar sobre los nuevos organismos que veía y a poner en tela de juicio las concepciones establecidas que hasta entonces se aceptaban. Ya en las tres primeras semanas del viaje, quedó sorprendido al observar la fauna sudamericana y compararla con la de los demás continentes. Los avestruces americanos (ñandúes) le interesaron mucho e incluso llegó a descubrir una segunda especie, que sería descrita por Gould y denominada Struthio darwinii en honor suyo. También le llamaron la atención las llamas (guanacos), así como los fósiles de armadillos gigantes que parecían tener relación con las especies vivas de la actualidad.

Cuando Darwin dejó Inglaterra era creacionista y pensaba, como la mayoría de los científicos de su tiempo, que todas las especies animales y vegetales habían sido creadas a la vez y de manera independiente. Pero cuando regresó del viaje, las dudas al respecto se amontonaban en su cabeza. Había visto evidencias de que todo el planeta estaba implicado en un proceso de cambio continuo, y se preguntaba si las especies podían cambiar también y dar lugar a otras nuevas. BuGon (1707-1788) en su Historia Natural, y también otros autores, se habían referido ya a al transformismo biológico, que aun reconociendo la fijeza de los seres vivos, admitía la posibilidad de que algunas especies se hubieran desarrollado a partir de un antecesor común.

 

 

Darwin conocía perfectamente el libro Zoonomía, de su abuelo, Erasmus Darwin, que era una defensa evolucionista de la idea de que todos los seres vivos podían haberse originado a partir de un único antepasado. Había leído asimismo la obra del biólogo francés Jean-Baptiste de Lamarck, en la que se sostenía que los caracteres adquiridos por los individuos de una generación se transmitían a su descendencia. Esto haría posible, por ejemplo, que a las jirafas se les fuera estirando gradualmente el cuello a medida que se esforzaban por alcanzar los brotes más tiernos y más altos de las acacias. Las ideas lamarkistas no prosperaron, pero es indudable que influyeron en Darwin y en la sociedad victoriana, ya que poseían repercusiones morales positivas. Si los padres eran trabajadores y se abstenían de cualquier vicio, sus hijos serían genéticamente más fuertes, podrían trabajar duro y llevarían una vida sana. También estaba familiarizado con el pensamiento sociológico de Herbert Spencer, quien creía que la idea de la evolución era de aplicación universal.

En 1852, unos seis años antes de la aparición de El origen de las especies, Spencer había escrito un artículo en el que curiosamente se adelantaba a la teoría de la selección natural de Darwin. En este trabajo, titulado Una teoría de la población, afirmaba que lo fundamental del desarrollo de la sociedad humana había sido la lucha por la existencia y el principio de la supervivencia de los más aptos. Según su opinión, el cambio permanente se habría producido tanto en la formación de la Tierra a partir de una masa nebulosa, como en la evolución de las especies, en el crecimiento embrionario de cada animal o en el desarrollo de las sociedades humanas.

En lo que respecta a las diferentes etnias humanas que observó a lo largo de su viaje, Darwin manifestó sus prejuicios sin ningún tipo de escrúpulos. Algunos pasajes de sus libros presentan claras tendencias etnocéntricas. Considera a los demás pueblos desde la óptica de la sociedad europea. Compara los indígenas primitivos con los hombres civilizados y llega a la conclusión de que los primeros no son seres del todo humanos ya que carecen de sentido moral. Por ejemplo, los brasileños no le agradaron, decía que eran «personas detestables y viles», pero los esclavos negros merecieron todo tipo de alabanzas.

Los nativos de Tierra de Fuego resultaron ser para él individuos poco fiables, refiriéndose a ellos dijo: «Nunca  me había imaginado la enorme diferencia  entre el hombre salvaje y el hombre civilizado … Su lengua no merece considerarse ni siquiera como articulada. El capitán Cook dice  que cuando hablan parece como si estuvieran aclarándose la garganta … Creo que aunque se recorriera el mundo entero, no aparecerían hombres inferiores a estos» (Huxley & Kettlewel, 1984: 61).

Tampoco le causaron buena impresión los maoríes de Nueva Zelanda, que le parecieron también sucios y granujas, en contraste con los tahitianos que le habían causado muy buena impresión. Estaba convencido de que con solo mirar la expresión de sus rostros era posible determinar que los primeros eran un pueblo salvaje, ya que la ferocidad de su carácter les iba deformando progresivamente el rostro y les daba unos rasgos agresivos, mientras que los habitantes de Tahití formaban comunidades de personas pacíficas y civilizadas.

Al llegar al archipiélago de las Galápagos y conocer los animales que lo poblaban, quedó fascinado. Cada isla estaba habitada por una variedad diferente de pinzones que él supuso descendientes de un antepasado común que habría emigrado del continente americano. Sus observaciones le llevaron a constatar que en una misma isla existían especies diferentes de estas aves, cada una de las cuales estaba adaptada a un tipo particular de alimento. Unas comían insectos y presentaban picos delgados, mientras que otras eran capaces de romper ciertas semillas y nueces con sus robustos picos.

Refiriéndose a estas singulares islas escribió: «Cuando veo estas islas, próximas entre sí, y habitadas por una escasa muestra de animales, entre los que se encuentran estos pájaros de estructura muy semejante y que ocupan un mismo lugar en la naturaleza, debo sospechar que solo son variedades … Si hay alguna base, por pequeña que sea, para estas afirmaciones, sería muy interesante examinar la zoología de los archipiélagos, pues tales hechos echarían por tierra la estabilidad de las especies» (Huxley & Kettlewel, 1984: 85).

 

Fue en este periodo de cuatro semanas que pasó en las islas Galápagos en el que comenzó a cambiar de ideas y a gestar la teoría de la transformación evolutiva de las especies. Podemos decir que constituye el período más  decisivo de su vida. Igualmente fueron importantes las observaciones de los organismos de Australia, con animales tan extraños si se los compara con los del resto del mundo como el ornitorrinco, el equidna y los marsupiales. Los mismos supusieron para Darwin otros tantos argumentos en favor de los planteamientos evolucionistas. «La desemejanza entre los habitantes de regiones diferentes puede atribuirse a la  modificación  mediante variación y selección natural, y probablemente, en menor grado, a la influencia directa de condiciones físicas diferentes» (Darwin, 1980: 372).

El 2 de octubre de 1836 el Beagle amarró por fin, después de tan largo periplo, en el puerto inglés de Falmouth. Darwin tenía tantas ganas de ver a su familia que no perdió ni un minuto. Tomó el primer coche hacia Shrewsbury, a donde arribó dos días después. Se presentó en su casa sin avisar, en el preciso momento en que su padre y sus hermanas se sentaban a desayunar. En medio de la alegría familiar y el caluroso recibimiento, el padre se volvió hacia sus hijas y les dijo: «Sí, la forma de su cabeza ha cambiado por completo.» Pero, en realidad, seguramente no estaba completamente consciente de todo lo que en realidad había cambiado dentro de su cabeza, de las ideas gestadas en la cabeza de su hijo.

Después del feliz reencuentro con su familia, pasó tres meses en Cambridge, relacionándose con profesores de la universidad, hasta que finalmente se instaló en Londres. Allí clasificó, con la ayuda de otros especialistas, las inmensas colecciones que había recogido durante el viaje y que fueron publicadas en la obra Zoología del viaje del «Beagle». Al poco tiempo  escribió también su famoso Diario de investigaciones, que tuvo gran éxito.

Entre 1842 y 1846, una vez que terminó con todo el trabajo anterior, al que estaba obligado como naturalista de la expedición, escribió y publicó otros tres libros importantes: Arrecifes de coral, Islas volcánicas y Observaciones geológicas sobre Sudamérica. Sus investigaciones geológicas tuvieron un mal principio. En 1839 publicó un estudio acerca de unas extrañas

«sendas paralelas» que podían observarse en la ladera de una montaña de Glen Roy, en Escocia. Llegó a la conclusión de que eran antiguas playas marinas formadas a consecuencia del hundimiento de la tierra.

El ferviente defensor del darwinismo, Julian Huxley, lo explica así: «Fue esta una de las pocas ocasiones en que las conclusiones científicas de Darwin resultaron totalmente erróneas; en realidad, aquellas sendas habían sido originalmente playas de un lago glacial represado. Su desilusión debió obligarle a ser sumamente cauto en la publicación de sus obras posteriores. Desde luego, su imprudencia le enseñó una lección: nunca volvería a extraer conclusiones antes de contrastarlas con gran número de datos recogidos a tal fin» (Huxley & Kettlewel, 1984: 97).

Fue por su interés en los estudios geológicos que entró en contacto con famosos científicos ingleses, entre los que se destaca Charles Lyell, geólogo que sostenía su teoría del uniformitarismo o del actualismo, afirmando que el presente es la clave del pasado. Es decir, que el estudio de los procesos geológicos actuales constituye  un  medio para interpretar los acontecimientos que ocurrieron en el pasado. Darwin aceptó estas ideas, y no solo eso, sino que las fusionó con su principio de la selección natural. En su opinión los cambios geológicos progresivos afectaban también al conjunto de los fenómenos biológicos.

A través de la lectura de un libro aparentemente con poca relación con todos los estudios anteriores, Darwin descubrió la idea que durante tanto tiempo había estado buscando, la selección natural. Era el libro del economista británico Thomas Robert Malthus (1776-1834), Ensayo sobre el principio de la población.

Malthus decía que las poblaciones tendían a crecer en proporción geométrica si nada se lo impedía. Esto fue la clave para que Darwin pensara en un mecanismo que llevaba a la conservación de las variaciones más adecuadas para sobrevivir y a la desaparición de aquellas otras que eran menos aptas para la vida. Esta debía ser la solución, la naturaleza favorecía la supervivencia de las especies más adaptadas al entorno y eliminaba sin contemplaciones a los débiles e inadaptados. Tal selección era como una misteriosa fuerza que obligaba a todos los seres vivos a penetrar en los huecos que dejaba la economía de la naturaleza. Desde principios del otoño de 1838, Darwin dedicó el resto de su vida a demostrar que la selección natural era el motor de la teoría de la evolución de las especies.

El 11 de noviembre de 1838, Darwin pidió la mano de Emma, quien dos meses después se convertiría en su esposa. Su matrimonio resultó muy afortunado. En diciembre del año siguiente nació el primero de los diez hijos que tuvieron. La paternidad le permitió a Charles estudiar la conducta humana y las emociones, realizando experimentos y observaciones en sus propios hijos.

Darwin llevaba casi veinte años recopilando información que confirmara su teoría de la evolución, pero frecuentemente emprendía otros estudios que le impedían terminar su obra principal. No obstante, el 14 de mayo de 1856, animado por su amigo Hooker y por Lyell, empezó a redactar una obra definitiva sobre el tema que se titularía La selección natural y sería un trabajo monumental de dos mil quinientas páginas. Pero dos años después, cuando terminaba el décimo capítulo, recibió una carta inesperada de un tal Alfred Russel Wallace, un joven naturalista residente en las islas Molucas, quien había llegado por su cuenta a las mismas conclusiones que Charles. El ensayo se titulaba Sobre la tendencia de las variedades a apartarse indefinidamente del tipo original. En pocas hojas explicaba perfectamente la teoría de la evolución por selección natural que tantos años había ocupado a Darwin. Además le pedía su opinión y su ayuda para poder publicarlo. Esa misma tarde escribió a Lyell contándole aquella coincidencia tan notable y diciéndole que estaba dispuesto a quemar su libro antes que Wallace u otros pudieran pensar que se había comportado con espíritu mezquino.

La primera reacción de Darwin fue pues, renunciar a la publicación de su propia obra y cederle todo el mérito a Wallace. Pero Lyell y Hooker le convencieron para que se hiciese público un anuncio conjunto de las conclusiones de los dos autores, escribiendo él después un libro más breve de lo que pensaba, para publicarlo en el plazo de un año. Así nació, después de trece meses de redacción El origen de las especies mediante la selección natural. La obra se publicó por primera vez en 1859 y tuvo un éxito absoluto, ya que la primera edición, que contaba con algo más de mil ejemplares, se agotó el mismo día de su aparición. La carta de Wallace fue como un revulsivo que acabó con los temores de Darwin a publicar su teoría, y los libros se fueron sucediendo uno tras otro. El mérito de su trabajo consistió en aportar un gran número de observaciones de campo a su teoría de la selección natural que, según él, explicaba definitivamente la evolución biológica. El éxito de su obra estuvo también en el hecho de haber presentado tales ideas en el preciso momento en que la visión romántica del progreso estaba de moda y parecía indestructible.

 

 

 

Por lo que respecta a sus convicciones filosóficas o religiosas, conviene señalar que las expresó casi siempre en privado, en cartas personales a los amigos, que no fueron escritas pensando en que después se publicarían. A pesar de haber estudiado teología en su juventud, a Darwin no le gustaba hablar de estos temas. Seguramente, la manifiesta convicción cristiana de sus más íntimos familiares, así como el ambiente religioso general de la Inglaterra victoriana, le hacían sentirse cohibido para confesar públicamente su falta de fe. Sin embargo, en una de estas cartas escrita hacia el final de su vida, respondió: «Pero, puesto que me lo preguntáis, puedo aseguraros que mi juicio sufre a menudo fluctuaciones … En mis mayores oscitaciones, no he llegado nunca al ateísmo, en el verdadero sentido de la palabra, es decir, a negar la existencia de Dios. Yo pienso que, en general (y sobre todo a medida que envejezco), la descripción más exacta de mi estado de espíritu es la del agnóstico» (Abbagnano, 1982: 3, 284).

En  cuanto  al problema  del  mal en  el  mundo,  en  su obra

Recuerdos  del  desarrollo  de  mis  ideas  y  de   mi  carácter,  escribió también: «Nadie discute que existe mucho  sufrimiento en el mundo. Algunos han intentado explicarlo con relación al hombre mediante la suposición de que esto mejoraría su moral. Pero el número de personas en todo el mundo no es nada comparado con todos los demás seres sensitivos, y estos muchas veces sufren considerablemente sin ninguna mejoría moral. Un ser tan poderoso y sabio como un Dios que pudiera crear el universo, parece omnipotente y omnisciente a nuestra mente limitada, y la suposición de que la benevolencia de Dios no es limitada, es rechazada por nuestra conciencia, porque ¿qué ventaja podría significar el sufrimiento de millones de animales primitivos en un tiempo casi interminable? Este argumento tan viejo de la existencia del sufrimiento contra la existencia de una Primera Causa inteligente, me parece que tiene peso; aunque, como acabo de comentar, la presencia de mucho sufrimiento coincide bien con el punto de vista de que todos los seres orgánicos fueron desarrollados por variación y selección natural» (Darwin, 1983a: 80).

El 19 de abril de 1882 Darwin falleció de un ataque al corazón cuando tenía setenta y tres años. Fue enterrado en la abadía de Westminster y entre los que llevaron su féretro había tres destacados biólogos amigos suyos, Huxley, Hooker y Wallace. El nieto del primero, el naturalista ateo sir Julian Huxley, escribió al final de su biografía sobre Darwin las siguientes palabras: «De esta manera acabaron unidos los dos mayores científicos de la historia de Inglaterra: Newton, que había acabado con los milagros en el mundo físico y había reducido a Dios al papel de un Creador del cosmos que el día de la creación había puesto en marcha el mecanismo del universo, sometido a las leyes inevitables de la naturaleza; y Darwin, que había acabado no solo con los milagros sino también con la creación, despojando a Dios de su papel de creador del hombre, y al hombre, de su origen divino.» (Huxley & Kettlewel, 1984: 194) Esto es lo que todavía hoy quieren creer algunos.


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