ORIGEN DEL DARWINISMO

ORIGEN DEL DARWINISMO

La producción de los animales superiores, resulta directamente  de la guerra de la naturaleza, del hambre y de la muerte.

DARWIN, El origen de las especies (1980: 479

La teoría de la evolución de las especies que elaboró Darwin en el siglo XIX y ha conseguido llegar, más o menos modificada, hasta nuestros días, se puede resumir mediante una sola idea: todos los seres vivos del planeta Tierra, con su maravillosa diversidad, provienen de una o unas pocas formas simples. El famoso naturalista inglés fue consciente desde el principio de que su particular ocurrencia chocaba frontalmente contra la doctrina cristiana de la creación y contra el argumento del diseño inteligente que en su época eran generalmente aceptados. Quizá por eso tardó tanto —una veintena de años— en decidirse a publicar El origen de las especies. Hasta entonces se creía que las plantas y los animales no cambiaban significativamente a lo largo del tiempo. La  sardina  siempre había sido sardina, el perro, perro y el caballo, caballo desde que salieron de las manos del Creador. Las especies eran consideradas como entidades estables, fijas o inmutables porque así habían sido diseñadas para funcionar de forma adecuada en el entorno en el que vivían.

No obstante, Darwin se interesó siempre por los resultados que obtenían los agricultores y ganaderos con los cruces realizados entre plantas y animales domésticos respectivamente. Cuando se tomaban los granos de las mayores espigas de una cosecha y se plantaban para obtener la siguiente, el trigo mejoraba con cada generación. Lo mismo ocurría al cruzar entre sí los mejores ejemplares de cualquier rebaño. Esta selección artificial llevada a cabo de manera inteligente por el hombre le hizo reflexionar y preguntarse por qué no podría darse también en la naturaleza un proceso parecido, pero sin la intervención humana. El concepto principal de su teoría, la selección natural, se gestó así a partir de la observación de quienes mejoraban los cultivos y el ganado.

La cuestión era determinar qué podría sustituir a la acción humana y guiar todo este proceso en el mundo salvaje. Darwin se imaginó que tal fuerza invisible era ni más ni menos la falta de alimento. El hambre era el secreto de la selección natural. Como los recursos ofrecidos por la naturaleza son limitados y las especies biológicas se reproducen desenfrenadamente, muchos individuos mueren de inanición mientras algunos consiguen sobrevivir y reproducirse, transmitiendo así sus cualidades a la siguiente generación.

Por tanto, los ingredientes de su teoría estaban ya disponibles. Cada especie cambiaba gradualmente hasta dividirse en dos o más especies nuevas, y el motor de tal cambio era la selección natural creada por el hambre. ¡El hombre se sustituye por el hambre! La selección natural es a la artificial lo que el hambre es al hombre. La escasez de alimento sería como el ganadero que selecciona a sus mejores ovejas. ¡Que notable descubrimiento!

¡Por qué no se le habría ocurrido antes! Las admirables adaptaciones de los seres vivos a su medio ambiente quedaban así explicadas sin necesidad de apelar al diseño de un Creador inteligente. Las alas que vuelan, las aletas nadadoras, los pulmones capaces de respirar aire y hasta los cerebros pensantes o las conciencias humanas eran solo el fruto de la pobreza y escasez de alimento. Darwin creía acabar así de un plumazo con la necesidad de Dios. Como algunos reconocieron en su momento y otros intentan sostener de manera absurda e inconsecuente todavía hoy, parecía que Darwin hubiera matado a Dios.

No cabe duda de que las revolucionarias ideas del naturalista del siglo XIX cambiaron las creencias de millones de criaturas, originaron divisiones en el mundo científico que perduran hasta hoy, y provocaron rupturas en el seno de la iglesia cristiana. La trayectoria personal de Darwin le llevó de ser un simple naturalista aficionado a convertirse en un  investigador  meticuloso y observador, que pudo dedicarse plenamente a esta ocupación gracias a poseer el dinero suficiente para no tener que depender de un trabajo remunerado. Sus intereses científicos fueron tan amplios que se ocupó desde asuntos particulares, como el estudio de las plantas carnívoras, las lombrices de tierra o los fósiles de ciertos crustáceos, hasta de temas mucho más generales y abstractos, como la herencia biológica, las variaciones geográficas que experimentaban los seres vivos, el dimorfismo sexual o la selección artificial de los animales domésticos. Puede afirmarse que su pensamiento acerca de la evolución de las especies constituye la síntesis de todas las ideas transformistas que se conocían en la época, pero una síntesis que las interpretaba a través del filtro de la lucha por la existencia  y de la supervivencia del más apto.

¿Por qué tardó tanto tiempo en hacer públicas sus conclusiones evolucionistas, a las que había llegado desde hacía más de veinte años? ¿Cómo es que se decidió a publicar su polémico libro solo después de recibir el breve manuscrito que le envió Wallace? Algunos biógrafos han señalado que la resistencia de Darwin a publicar su teoría tuvo una base claramente psicopática (Huxley & Kettlewel, 1984: 121). Al parecer, la causa de tal tardanza habría sido el conflicto emocional existente entre él y su padre, Robert, al que reverenciaba, pero por quién sentía también un cierto resentimiento inconsciente.

El padre de Darwin nunca aceptó la idea de la evolución que proponía su hijo. Tampoco su esposa, Emma, comulgó jamás con la teoría de su marido, tan opuesta a los planteamientos creacionistas del Génesis bíblico. El reparo casi patológico de Charles a publicar la obra que le había llevado tantos años se debió probablemente a esta negativa de sus propios familiares y amigos. El profesor de astronomía de la Universidad de California, Timothy Ferris, opina lo siguiente: «Es mucho más probable que Darwin temiese la tormenta que provocarían, como bien sabía, sus ideas. Era un hombre afable, franco y sencillo casi como un niño, habitualmente respetuoso de los puntos de vista de los demás y en absoluto inclinado a la disputa. Sabía que su teoría encendería los ánimos, no solo del clero, sino también de muchos de sus colegas científicos» (Ferris, 1995: 195).

Es posible también que, además de estas razones, la dificultad para dar una explicación convincente de la herencia biológica frenase la publicación de su libro. En la época de Darwin se desconocía en qué consistía el gen y cómo actuaban los mecanismos de la herencia. Cuando años después la genética descubrió la estructura de los genes y su influencia sobre las características de los individuos, así como las mutaciones o los cambios bruscos que estos pueden sufrir, los neodarwinistas reelaboraron la teoría de la evolución en base a ciertas suposiciones que después vamos a comentar.

Darwin no fue nunca amante de la polémica ni de la controversia, y prefirió retirarse para trabajar aislado de los demás. Sin embargo, sus más fervientes partidarios, el biólogo inglés Thomas Huxley y el alemán Ernst Haeckel, fueron en realidad quienes se encargaron de polemizar y difundir estas ideas evolucionistas.

 

Es famoso el debate público celebrado en Oxford, en 1860, sostenido en una reunión de la British Association. El obispo Wilberforce, en medio del acaloramiento de su discurso, le pregunto irónicamente a Huxley si se consideraba heredero del mono por línea paterna o materna, a lo que este replicó que prefería tener por antepasado a un pobre mono que a un hombre magníficamente dotado por la naturaleza, pero que empleaba aquellos dones para ridiculizar a los que buscaban humildemente la verdad. Se dice que en medio de la conmoción general una señora se desmayó, mientras Huxley continuó rebatiendo los argumentos del obispo hasta que este dejó de responder.

Así comenzó la batalla entre partidarios y detractores de la evolución. Darwin, en su obra El origen del hombre, afirmó que probablemente todos los seres humanos descendían de un antepasado común. No de un mono como los actuales, sino de alguna especie de primate que en algún momento habría vivido en el continente africano. Muchos científicos empezaron a creer en la idea de que el hombre había aparecido de forma gradual por medios exclusivamente naturales y a rechazar que descendiera de una sola pareja creada por Dios hacía solo unos pocos miles de años.

Lo que desde siempre se había atribuido al diseño divino y a la providencia, ahora se hacía depender de otra clase de divinidad: la naturaleza y su mecanismo de selección natural. Darwin manifestó: «Cuanto más estudio la naturaleza, más me impresionan sus mecanismos y bellas adaptaciones; aunque las diferencias se produzcan de forma ligera y gradual, en muchos aspectos … superan con gran margen los mecanismos y adaptaciones que puede inventar la imaginación humana más exuberante». Es decir, aquello que parece maravilloso ha podido ser originado por la selección lenta y ciega de la naturaleza. En esto consistía la fe darwinista. La gran paradoja de tal mecanismo natural sería que podría producir un grado muy elevado de improbabilidad. Lo que parece imposible, como por ejemplo la aparición del cerebro humano por azar, se haría posible gracias a la evolución gradualista. Todo, menos diseño inteligente. Dios era así sustituido por la naturaleza, y dejaba por tanto de ser necesario.

Igualmente se manifestó en este mismo sentido sir Julian Huxley: «Para cualquier persona inteligente resultaba claro que las conclusiones generales de Darwin eran incompatibles con la doctrina cristiana entonces en boga sobre la creación, sobre el origen del hombre a partir de la única pareja de Adán y Eva, sobre la caída, y sobre la escala temporal de los hechos planetarios y humanos» (Huxley & Kettlewel, 1984: 134). El mito del evolucionismo intentaba robarle a Dios el papel de Creador del universo y de la vida y Darwin estaba plenamente consciente de ello.

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